Los líderes secesionistas niegan que la sociedad catalana esté dividida. Niegan las evidencias de la división hasta caer en la pura irracionalidad, a la que están abocados en tantos dominios. Todo lo más, dicen que se dan algunos incidentes y enfrentamientos verbales, que, cuando revisten cierta gravedad, los atribuyen a provocaciones de la ultraderecha. Los independentistas al parecer no provocan, aunque sus radicales corten calles y carreteras, colapsen estaciones y aeropuertos, incendien y destruyan bienes públicos y privados.

La catalana es una sociedad dividida, además de por los antagonismos sociales tradicionales, que siguen existiendo, incluso agudizados al taparlos con el omnipresente monotema, por la categoría identitaria en torno al “ser” y al “poder ser” de Cataluña, y, en este sentido, profundamente dividida.

No discutimos  --como debiéramos-- sobre el salario mínimo interprofesional, la preservación del sistema público de pensiones, la calidad de la sanidad y de la educación pública o el cambio climático, por ejemplo, sino sobre un pretendido derecho de autodeterminación de Cataluña (inexistente) o una ilusoria independencia (innecesaria).

La división se oficializó brutalmente con las llamadas leyes de desconexión, aprobadas en septiembre de 2017 en un Parlament sin competencia alguna para ello, por una mayoría independentista ( minoría social) que violó la Constitución, el Estatuto, el Reglamento de la cámara, los derechos de la oposición y todo cuanto hubo que violar para aprobar dos bodrios metajurídicos, que expresaban la voluntad de dividir a la sociedad catalana y amputarla del conjunto de la sociedad española por la fuerza de los  hechos consumados.

Con la declaración unilateral de independencia confirmaron su voluntad de una división de los catalanes que querían irreversible.

Puede que desde dentro del pequeño mundo del activismo secesionista de la ANC y de Omnium Cultural no se perciba una división: todos piensan igual y todos creen en lo mismo. Desde fuera de ese mundo, donde hay diversidad de pensamiento y de creencias, la división es patente en familias, amistades, comunidades de vecinos, entidades sociales, empresas… El  lazo amarillo en el espacio público y el lacito exhibido en las prendas personales es un símbolo de la división, y además la visualiza.  

El traslado de las sedes sociales de miles de empresas --entre las que destacan CaixaBank y el Banco de Sabadell que en pocos días vieron esfumarse más de 11.500 millones de euros en depósitos-- es una muestra de miedo, una prueba irrefutable de división.

Pero una población de 7 millones y medio de habitantes de una sociedad avanzada en un Estado democrático no deja de funcionar. Convivir, lo que se dice “vivir o habitar con otros”, ya lo hacemos: los catalanes no independentistas “viven con” los independentistas en una misma sociedad (dividida). Pero es un convivir funcional, seco, adusto, falto de concordia, falto de esa “armonía” que permite los consensos en busca de la mejora de la sociedad compartida.

La inmensa mayoría de los no independentistas están por una convivencia real, como era antes, incluso en tiempos del asimilacionismo pujolista. Si se excluye la cuestión de la independencia unilateral, para ellos el resto de diferencias se puede “dialogar”, entra en el paquete de los antagonismos de una sociedad compleja y  viva.

También una franja de la población soberanista quiere una convivencia en la que quepa el consenso sobre determinados aspectos de lo que consideran bueno para Cataluña. La amplitud de esa franja será determinante en la evolución de la convivencia y en la salida del conflicto. Si bien es cierto que habrá una división residual en torno al eje identitario, pequeña o grande, según abarque poca o mucha “sociedad”. (Tengamos la concentración de los de Puigdemont en Perpiñán como un orden referencial  de magnitudes).

En cambio, los dirigentes del secesionismo temen a la convivencia, como a la peste. En la medida que aquella se fuera afianzando tendrían que ir abandonando el unilateralismo y los mitos que han creado, y estarían políticamente perdidos. Por eso, aunque se sienten en una “mesa de diálogo”, --que no es un “un éxito rotundo de la convivencia” (Carmen Calvo), salvo que se entienda por tal la cortesía en las formas de los que se sentaron en la mesa--,  persisten en su tríada: tergiversación, manipulación,  mentira.

Y no rectifican ni se disculpan nunca: “Pobre Oriol, 100 anys! (100 años), aunque Junqueras pise ya calle gracias a una generosa interpretación del Reglamento penitenciario.

El fortalecimiento de la convivencia es el arma interior decisiva contra el secesionismo que, junto con el arma exterior de la interdependencia de la globalización, dejará  sin terreno de juego al relato secesionista.  

Y fortalecer la convivencia exigirá contención retórica (de todos) y renuncias. En primer lugar, renuncias de quienes resultarían especialmente perjudicados por ella; no esperemos, pues, facilidades, sino entorpecimientos, que sólo se podrán superar con diálogo para “ampliar la base social” de la convivencia  --esa  sí que es una ampliación honesta-- y un  vuelco, o como mínimo una corrección, en las urnas.