El 14 de marzo el Gobierno declaró el estado de alarma como consecuencia de la expansión del coronavirus. Después de algo más de un mes y dos prórrogas del Congreso de los Diputados, estamos en condiciones de hacer un breve examen constitucional de la situación, teniendo en cuenta una serie de variables que desarrollamos a continuación.

Derecho de crisis. Se viene apuntando que debiera pasarse del estado de alarma al de excepción dada la gravedad de la situación y la contundencia de las medidas adoptadas. El estado de alarma obedece a un supuesto de hecho políticamente neutral, como es una pandemia o una catástrofe natural. El estado de excepción, que es temporalmente limitado, ofrece una panoplia más amplia de instrumentos al Gobierno. Sin embargo, tiene la desventaja de que requiere una mayoría parlamentaria previa –bien preciado del que no se dispone-- y está pensado para un escenario donde la propia Constitución es incapaz de regular con normalidad el proceso político. No es esto lo que sucede y entiendo que el estado de alarma es suficiente para afrontar los desafíos del coronavirus.

Derechos y libertades. Hay un debate importante sobre si la intensidad de las medidas adoptadas ha llevado a una suspensión en cadena primero de la libertad de circulación y después de otros derechos fundamentales que dependen de ella para poder ser ejercidos (reunión y manifestación, asociación y participación). En mi opinión, dado que las garantías de los derechos no han desaparecido, es mejor centrar el debate en determinar si las decisiones adoptadas son adecuadas, necesarias y proporcionales y en si el decreto original de estado de alarma ha previsto una régimen sancionador demasiado amplio mediante una remisión a normas genéricas. Ello puede estar dando pie a excesos interpretativos por parte de los agentes que tienen que aplicarlas.

Federalismo. La crisis del coronavirus ha vuelto a demostrar la debilidad del Estado autonómico. Más y mejor Estado no es centralismo, como muchos creen. La compra de material sanitario ha revelado la incapacidad de un Ministerio --el de Sanidad-- que no estaba preparado para abordar una pandemia ni en lo administrativo ni en lo presupuestario. Por eso habría sido mejor otorgar más protagonismo a las Comunidades Autónomas, manteniendo el Gobierno central su capacidad para dirigir algunos aspectos estratégicos (seguridad y economía) y coordinar otros con el objeto de dar una respuesta lo más coherente posible a la situación. Para ello hace falta una auctoritas y una cultura política federal de la que se carece por incompetencia o por falta de praxis institucional.

Europa. Nuestro país no ha conseguido superar el paradigma de la adhesión en 1986, en el que la entonces Comunidad Europea aparecía como factor de estabilización interna. Quizá seguimos sin entender qué es la Unión y qué no es: no es, desde luego, una comunidad política donde la apelación a la solidaridad es suficiente para poner en marcha robustos mecanismos de nivelación. No hay Estados Unidos de Europa ni mito compartido que permita una respuesta generosa más allá de los confines de un mercado debidamente condicionado por las circunstancias. Ha sido curioso ver cómo la nueva cofradía de la fraternidad, que hasta hace nada ofrecía confederalismo y balanzas fiscales como medicina para las enfermedades del Estado autonómico, reclama ahora a Europa soluciones que pasan por reconocer presupuestos básicos que por lo general se niegan a España (el Estado y la nación, sin ir más lejos). El norte y el sur son puntos cardinales de carácter político donde uno puede situarse a capricho dependiendo de la escala de necesidades que imponga el momento periodístico: acuérdense cuando Cataluña era la Dinamarca ibérica.

Democracia. El derecho de crisis requiere unos presupuestos democráticos de los que nuestro país parece carecer. La escasa actividad tanto en las Cortes Generales como en los parlamentos autonómicos, destapa males más profundos que quizá tengan que ver con la ruptura previa del consenso constitucional. Sin ese consenso, como ya apuntamos en la anterior entrega, se hace muy difícil que un país pueda poner en marcha liderazgos o estrategias compartidas frente a desafíos como el coronavirus. Reivindicar --como se está haciendo-- unos nuevos Pactos de la Moncloa sería una estrategia legítima si no lleváramos más de 20 años desacreditando el proceso político --la Transición-- que con sus errores y aciertos permitió la realización de aquellos. Obras son amores, que no buenas razones, dice el refrán castellano.

Pero no perdamos la perspectiva. La aceleración agonista y comunicativa en la que algunos han embarcado irresponsablemente a este país tiene los días contados: los efectos de la pandemia serán tan devastadores que al final no quedará otra opción que la reconstrucción nacional a partir de la concordia y el compromiso entre los actores centrales del sistema político.

Sigan con salud.