Tras la primera sorpresa, lo cierto es que el acuerdo de gobierno formalizado ayer entre el PNV y el PSE-EE ha sido en general bien recibido, sobre todo muy elogiado como contrapunto a la situación de tensión secesionista que se vive en Cataluña. Ha causado sorpresa porque los peneuvistas, que cuentan con 28 diputados, podían haber optado por una geometría variable de pactos, sin atarse a nadie, por dos razones. La primera es el hecho no menor de que Iñigo Urkullu tenga garantizada su investidura como lendakari mañana en segunda vuelta con mayoría simple. El Estatuto vasco no permite, a diferencia de la Constitución española y del resto de estatutos, el bloqueo institucional. Es algo que habría que generalizar para no repetir lo vivido este 2016. La segunda razón es que la alianza con los socialistas se queda a un diputado de la mayoría absoluta. En esas circunstancias, el acuerdo supone la confirmación de la apuesta moderada en la que se sitúan los nacionalistas liderados por Urkullu; gobiernan ya con el PSE-EE en las tres diputaciones forales y en los principales ayuntamientos vascos. Lo sorprendente no era su disposición a pactar, sino el alcance político del acuerdo.

El acuerdo supone la confirmación de la apuesta moderada en la que se sitúan los nacionalistas liderados por Urkullu

La novedad no son los compromisos alcanzados en materia de empleo, crecimiento económico, fiscalidad, sostenibilidad, mejora de los servicios públicos y en políticas sociales, que van en la línea de otros acuerdos suscritos por ambas fuerzas en la legislatura pasada, si no la voluntad de reformar el Estatuto de Gernika de 1979. Se trata de una apuesta política importantísima donde tanto el PNV como sobre todo el PSE-EE se la juegan. De entrada hay que saludar la claridad del objetivo. Se trata de actualizar el pacto estatutario desde el respeto al ordenamiento jurídico, es decir, a la Constitución. También que el calendario para obtener un borrador de texto se fije en un plazo estimado de ocho meses. Eso acota la subasta entre partidos que, recordemos, en Cataluña condicionó muy negativamente la reforma estatutaria.

Ahora bien, a partir de ahí empiezan los riesgos. El hecho sorprendente de que la reforma requiera solo de la mayoría absoluta del Parlamento vasco, lo que no deja de ser una anomalía, en este caso negativa, facilita sin duda su tramitación inicial, pero no garantiza que cuente con los apoyos transversales para su éxito completo. Se hace difícil creer que Bildu vaya a votar un texto que no incorpore, como mínimo, el derecho de autodeterminación, de la misma forma que parece improbable que el PP acepte la definición de Euskadi como nación u otras reivindicaciones soberanistas que se enumeran en el documento como posible materia de discusión. El riesgo es que el PNV caiga en la tentación de apoyarse en esas cuestiones más en Elkarrekin Podemos que en el propio PSE-EE para sacar adelante en Vitoria un texto que complazca a las izquierdas nacionalistas, sin buscar en ningún caso el consenso del PP. Si eso ocurriera se volvería a repetir la historia del Estatuto catalán de 2006.

Los socialistas de Idoia Mendia asumen entrar en un juego donde siempre ganan los nacionalistas

En este punto, los socialistas de Idoia Mendia asumen entrar en un juego donde siempre ganan los nacionalistas. La reforma de la Constitución que el texto suscrito también señala un par de veces, no solo es necesaria para posibilitar la mejora de la autonomía vasca, como se insiste en subrayar en el acuerdo, sino sobre todo para federalizar el conjunto de un modelo territorial que no puede ser sometido a más tensiones. Tras la fallida experiencia catalana, no nos podemos permitir más errores. Los socialistas deberían ser particularmente conscientes de ello, pero también en el PP deberían decidirse a tomarse en serio la reforma constitucional.