A veces doy muestras de una fe en el género humano que, francamente, no sé de dónde la saco. Se ha vuelto a celebrar el festival de Eurovisión, hecho que, como el cambio climático, demuestra que la humanidad camina inconsciente hacia su destrucción. Durante años mantuve la esperanza de que ese insulto a la música pop se muriera solo y de asco, abandonado por el público por no mantener la más mínima relación con el mundo en general y el mundo de la música contemporánea en particular. Curiosamente, ha ocurrido lo contrario: cuanto menos reflejaba el festival la variedad musical del presente, más se consolidaba entre sus fans. Los que ya tenemos una edad (o dos) recordamos que en los años 60 y 70 el festival de marras todavía tenía algo que ver con el estado general de la música pop: Massiel, Peret, Sandie Shaw o Cliff Richard eran alguien en el mundo real, te gustasen o no. Hace tiempo que cualquier parecido entre Eurovisión y la realidad es pura coincidencia: ahí solo actúa ya un amasijo de frikis --la entrada en masa del bloque exsoviético fue fundamental para la reconversión-- que nadie sabe de que averno han salido. El único ser humano que uno ha visto recientemente en el festival ha sido el portugués Salvador Sobral. El resto de participantes, una mezcla de pelagatos, mamarrachos y zombies del pop, que son los que cada año hacen las delicias de los seguidores del concurso; de hecho, el que no pintaba nada ahí era el pobre Sobral.

Lo más curioso del caso es que el festival se lo tomen en serio personas aparentemente cabales como el cura obrero disfrazado de cineasta Ken Loach, que promovió un boicot a Israel este año por la reprobable actitud de su gobierno hacia el pueblo palestino. Pero, padre Loach, ¿a usted le parece que el festival de Eurovisión es un evento adecuado para la protesta política, por justificada que esté? ¿Por qué nadie apunta, en relación a Israel, que es absurdo que un país que no forma parte de Europa participe en un festival de alcance europeo? ¿A nadie le importa que la primera víctima del festival sea la lógica? ¿A nadie le preocupa que las canciones sean todas tan malas? ¿Cuáles son nuestras prioridades como europeos cultivados?

Dicen que el festival se aguanta por el apoyo de lo más tonto y frívolo del colectivo gay, pero lo más tonto y frívolo del colectivo heterosexual tampoco se queda atrás. Entre la prensa existe, incluso, la figura del Experto en Eurovisión, que es como ir por la vida con unas orejas de burro en la cabeza. Una extraña asociación de ideas me ha llevado a relacionar al recién detenido Josu Ternera con el pobre José Luis Uribarri, aunque la comparación se salda a favor de éste, que, si bien echó su vida a los cerdos con su obsesión por Eurovisión, nunca mató a nadie ni acabó sus días en una covachuela de acero corrugado como la mierda de refugio de montaña en el que vivía el etarra (pelándose permanentemente de frío, intuyo). La vida del Experto en Eurovisión es tan absurda como la del terrorista de una cierta edad, si bien la de éste resulta especialmente patética: años y años matando gente para nada, una existencia imbécil y dañina, un desperdicio de posibilidades vitales propias y ajenas.

No pretendo comparar Eurovisión con ETA. Siempre es preferible la farsa tontiloca a la tragedia sangrienta. Pero que hayamos conseguido acabar con ETA, pero no con el festival de las narices, que parecía mucho más fácil, es un baldón para la civilización europea. ¿O es que se nos ha olvidado que el diablo siempre está en los detalles?