Cuando hay un evento mundial recibimos un aluvión de comentarios generalmente superficiales que no hacen más que retratar la galopante estupidez que nos rodea por aquello de opinar rápido, aunque quien lo haga no tenga ni idea de lo que opina.

El Mundial de Fútbol lo organiza Qatar porque la FIFA, mediante votación de todos sus miembros, se lo concedió libre y voluntariamente el 2 de diciembre de 2010. Estados Unidos, que perdió en la votación, arrancó una investigación criminal que demostró prácticas fraudulentas en la asignación. Esta investigación provocó la dimisión del presidente de la FIFA y de la UEFA en 2015. Pero nadie quiso repetir las votaciones. Luego el Mundial se celebra en Qatar porque la mayoría de sus 211 miembros (más que países hay en el mundo) lo han querido. Y las 32 selecciones que van lo hacen también voluntariamente, nadie les obliga. Tanta alharaca solo tiene el sentido de intentar quedar bien con el actual pensamiento único. Qatar no ha cambiado a peor en estos 12 últimos años, ni mucho menos. Escandalizarse ahora es, simplemente, hipócrita.

A la voluntariedad de participar o incluso de ver un evento deportivo le superponemos un insufrible supremacismo cultural que caracteriza históricamente a occidente. Todos los países del mundo tienen que compartir nuestros valores, porque son los mejores. Este supremacismo es el que explica la expansión de los imperios a lo largo de la historia, o ahora la extraterritorialidad de la justicia norteamericana. Árabes, asiáticos, africanos… pobrecitos, están atrasados. Es auténticamente insultante cómo nos permitimos opinar de todo sin pensar que, a lo mejor, nosotros también podemos estar equivocados. Y la gran paradoja es que proclamamos el relativismo cultural como un valor al alza. Nos encanta felicitar el inicio del Ramadán, el año nuevo chino o la fiesta india de la luz, pero luego criticamos las costumbres que no encajan con las nuestras. 

Algo tan terrible como Dáesh nació por la torpeza de occidente al desequilibrar regímenes del norte de África que efectivamente no eran democráticos, pero antes de la primavera árabe estaban mucho mejor que ahora. El daño que se les ha hecho a estos países es infinito y nadie asume su culpa. Nos equivocamos, desestabilizamos varios países y se favoreció el desarrollo de un grupo terrorista, y ni siquiera hemos pedido perdón.  

Los países del Golfo son varios, todos ricos gracias al petróleo y al gas, todos profesan el islam y todos tiene una cierta intención de acercarse a nuestras costumbres, pero a su manera y ritmo y sin perder sus raíces. Hace 50 años o menos la mayoría de estos países eran fundamentalmente campamentos de nómadas. Hoy la densidad de licenciados en las universidades más punteras del mundo es espectacular y el nivel de vida de sus ciudadanos ya lo quisiéramos para nosotros. Démosles tiempo para evolucionar de la mejor manera posible para su sociedad, hacia donde quieran y como quieran. Y a lo mejor resulta que no quieren renunciar a su religión, qué le vamos a hacer, el laicismo que domina occidente no tiene por qué ser lo mejor. Si criticamos, de manera injusta, el descubrimiento de América por haber impuesto nuestras costumbres, ¿qué intentamos hacer ahora? Exactamente lo mismo, censurar sus costumbres mientras nos aprovecharnos de todo lo bueno que tienen, que no es poco.  

Nos podemos escandalizar tanto como queramos porque no se puede beber cerveza en los campos de fútbol ni está permitido besarse en la calle, pero sin embargo no nos escandalizamos cuando subimos a un avión de Iberia, cuando Iberdrola nos suministra energía o cuando compramos en el Corte Inglés, empresas con importantes inversiones del fondo soberano catarí. Las inversiones de los países del Golfo están en todo el mundo, desde Mercedes a Harrods, pasando por varios equipos de fútbol. A eso, a su dinero, no les hacemos ascos. Ni el de los países del Golfo ni el de China, país que ocupa sin problemas un puesto destacado en el ranking de incumplidores de los derechos humanos. Cuando hay dinero por el medio nuestros principios decaen a una velocidad tremenda. Y es igual que seamos ricos o pobres, casi nadie hace un consumo coherente con lo que predica.

La decadencia de occidente es un hecho, tanto en lo económico como en lo moral, solo nos queda ponernos exquisitos opinando sobre los demás. Lo que estamos viendo ahora en las televisiones no difiere mucho de lo que decía la sociedad victoriana sobre las costumbres en sus colonias. O nos callamos ahora o dejamos de criticar a nuestros antepasados, descubrimiento de América incluido, porque hacemos exactamente lo mismo.