Estos días nos hemos desayunado con un par de noticias de esas que erizan el vello al más pintado. La primera: el Estado apenas ha recuperado 2.700 de los 51.300 millones que el conjunto de los ciudadanos españoles satisfizo a escote para salvar del naufragio a las cajas de ahorros. Es decir, el resarcimiento equivale a poco más de un 5% de los fondos desembolsados.

La segunda: el Estado lleva aportados más de 191.000 millones a las comunidades autónomas en estos años de depresión, por diferentes vías, para apuntalar sus finanzas y evitar que incurran en una insolvencia generalizada.

Son muy pocas las voces de escándalo que se alzaron ante la estratosférica magnitud del saqueo sufrido en todo el país

Ambas noticias han discurrido por los medios como de puntillas, sin pena ni gloria. Son muy pocas las voces de escándalo que se alzaron ante la estratosférica magnitud del saqueo sufrido en todo el país.

La retahíla de episodios de corrupción que estamos viviendo en los últimos tiempos es tan densa, la impunidad que disfrutan muchos de los mangantes es tan clamorosa, que ya casi nadie se inmuta por semejantes desmanes.

Vayamos por partes. Mariano Rajoy, presidente del Gobierno, aseguró en su día que las multimillonarias inyecciones a las cajas las acabarían pagando los bancos. El ministro de Economía, Luis de Guindos, fue todavía más lejos. Aseguró que “no tendrán coste para la sociedad, sino todo lo contrario”. Y por si aún no estuviese claro, la vicepresidenta Soraya Sáenz de Santamaría remachó el clavo: “Hemos hecho este rescate de forma que no cueste ni un euro al contribuyente”.

Que santa Lucía conserve la vista a estas tres lumbreras. Los cálculos más optimistas cifran en 14.000 millones, a lo sumo, las cantidades que finalmente se logrará recobrar. Por consiguiente, ya podemos ir cargando en nuestra particular rúbrica colectiva de fallidos la nadería de 38.000 millones.

Huelga añadir que ese fortunón no estaba embalsado previamente en las arcas oficiales, sino que la UE hubo de prestárnoslo ante la amenaza de que España cayera en quiebra. Así que esa enorme masa pecuniaria ha ido a engrosar directamente la deuda nacional. Quienes habrán de pechar con el grueso de la factura no son las actuales generaciones, sino las venideras.

Los caciques autonómicos, erigidos muchos de ellos en auténticos reyezuelos de sus respectivas taifas, se han dado con fruición digna de mejor causa a una orgía de derroches sin tasa

El otro robo del siglo lo constituyen los auxilios a las comunidades autónomas, receptoras de una impresionante riada de dinero público que se ha ido íntegra por el sumidero. Los caciques autonómicos, erigidos muchos de ellos en auténticos reyezuelos de sus respectivas taifas, se han dado con fruición digna de mejor causa a una orgía de derroches sin tasa, sueldos exorbitantes, nepotismo descarado, malbaratamiento de recursos y, en suma, a un latrocinio exhaustivo y generalizado del peculio de todos.

Al igual que ocurre con los fondos europeos, el numerario puesto en manos de las regiones tampoco se encontraba disponible. Hubo que allegarlo por el consabido y expeditivo procedimiento de engordar la deuda estatal hasta el paroxismo.

En el desastre de las cuentas de las comunidades destaca por derecho propio la dimensión del agujero de Cataluña, que ha acaparado un tercio de los fondos adjudicados a los territorios.

Las cajas de ahorros, infestadas de políticos y sindicalistas, y el pertinaz e incesante despilfarro autonómico, también provocado por los políticos, han sumido los erarios en un brutal socavón de más de 229.000 millones de euros. ¿Quién defiende a los inermes ciudadanos de la casta política que nos asola?