Pensamiento

Esto va a acabar mal (y cuanto antes, mejor)

13 noviembre, 2015 21:56

No vamos a repetir los análisis y la denuncia de los errores, traiciones y cobardías que durante casi cuarenta años han permitido al independentismo separatista llegar hasta aquí. La miseria moral, intelectual y política acumulada rebosa por las alcantarillas y ya no hay suficientes desagües ni contenedores para evacuarla. El hedor se ha hecho insoportable. Podemos seguir con las metáforas, pero ha llegado el momento de la verdad, o sea, la hora de que “las palabras tomen la realidad”, que es el paso previo, imprescindible, para que “la realidad tome la palabra”.

Tomar la realidad en serio, mirarla de frente, sin velos ni coartadas, nos obliga a decir que esto acabará mal, irremediable, inevitablemente

Tomar la realidad en serio, mirarla de frente, sin velos ni coartadas, nos obliga a decir que esto acabará mal, irremediable, inevitablemente. Lo ha escrito el otro día Fernando Savater, y yo añado: “Y cuanto antes, mejor”. Cuanto antes mejor, porque cuanto más se prolongue y afiance el golpe contra la democracia y el Estado, mayor el sufrimiento, mayor la tensión, el odio, el enfrentamiento, más imprevisible el final, mayor el deterioro de la democracia, la convivencia y todo lo demás.

Digo que va a acabar mal, porque lo contrario significaría que acabaría bien para los que han promovido el golpe, o sea, para los catalanes antidemócratas que quieren imponer su voluntad a la mayoría de catalanes y españoles. Acabaría bien para unos pocos, y muy mal para los demás. De ningún modo puede acabar bien para todos. El miedo nos ciega, y todavía hay muchos que piensan que “la cosa no irá a más”, que “al final todo se arreglará” (¿por arte de magia o por intervención divina?), aunque sean incapaces de imaginar siquiera cómo podría ser ese final.

Digo que las palabras deben tomar la realidad para que la realidad tome y diga la última palabra. Que la palabra tome la realidad significa decir que el separatismo ha llevado las cosas hasta un punto en el que ya no es posible volver atrás, que hay que ir hacia delante, irremediable, inevitablemente. Que no podemos volver a ninguna casilla de salida y tomar otro camino. Que nadie puede tranquilizarnos y engañarse diciendo que aquí no ha pasado nada y que todo volverá a la normalidad porque a todos nos interesa que así sea, empezando por los catalanes. No, no hay normalidad, no puede haberla cuando en el Parlamento catalán se declara el comienzo de la independencia y la ruptura con el orden constitucional del que emana su propia legalidad y legitimidad. El paso ya está dado, ya no hay que esperar más para intentar desbaratar el plan e iniciar un proceso radical de relegitimación y reorganización del poder, el Estado, las instituciones y el cumplimiento de las leyes en Cataluña.

Estamos ante un enfrentamiento abierto, que hemos llegado a un punto de no retorno y que sólo mediante la fuerza se podrá vencer a quienes por la fuerza se han impuesto y han tomado el poder en Cataluña

El Parlamento catalán ha declarado un Estado de excepción y lo ha hecho por la fuerza, no a través de ninguna legitimidad democrática, sino incumpliendo las leyes y despreciando la voluntad de la mayoría de los catalanes y españoles. No se podrá “reconducir”, ni “normalizar”, ni “solucionar” nada, si no se empieza por poner palabras adecuadas a los hechos, y lo primero es reconocer que estamos ante un enfrentamiento abierto, que hemos llegado a un punto de no retorno y que sólo mediante la fuerza se podrá vencer a quienes por la fuerza se han impuesto y han tomado el poder en Cataluña.

A todos los promotores, embaucadores, agitadores, ejecutores y legitimadores de esta declaración de guerra hay que llamarlos por su nombre: enemigos de la democracia. Porque llegado a este punto no cabe seguir jugando con circunloquios y eufemismos, encubrir los hechos con llamadas a la “prudencia”, la “proporcionalidad” (?) y el “sentido común”. Dirán que no estamos ante ninguna guerra, que eso es una exageración. Cierto, no estamos ante una guerra convencional, con tiros y derramamiento de sangre; pero hay muchas formas modernas de llevar a cabo una guerra sin necesidad de hacer visible la violencia. Una guerra es un enfrentamiento inevitable entre dos fuerzas, cada una intentando vencer a la otra. Que no adopte formas cruentas no significa que sea pacífica. El independentismo sabe muy bien que el “proceso” no es más que una guerra encubierta, guerra de desgaste y desmoralización del enemigo, guerra de progresivas conquistas, de intimidación, de movilización de masas, del lenguaje y la propaganda, de símbolos...

¿No se ha ejercido sistemáticamente la violencia, el insulto y la amenaza contra cualquier discrepante o crítico del proyecto separatista?

Hasta ahora el secesionismo antidemocrático apenas ha encontrado resistencia, pero esto no significa que no haya usado la fuerza para imponerse y dominar el espacio público y las instituciones. Lo ha hecho, y a la luz del día, con alevosía y disfrazando todo cínicamente de democracia y pacifismo. ¿Cómo se ha impuesto la “inmersión” lingüística y el lavado de cerebro a los niños y a sus padres, sino mediante la coacción, el incumplimiento de las leyes, el engaño y la amenaza de exclusión social? ¿Cómo se ha subvencionado la propagación del independentismo, sino mediante la corrupción y el chantaje a los medios de comunicación y a los empresarios, el desvío y malversación del dinero de todos, el robo, la extorsión y la imposición del silencio? ¿No se ha ejercido sistemáticamente la violencia, el insulto y la amenaza contra cualquier discrepante o crítico del proyecto separatista? ¿No se ha llevado a cabo un ataque sistemático, simbólico y real, contra todo lo que significa España y los españoles?

Que las palabras recuperen su vínculo con la realidad exige desenmascarar radicalmente al catalanismo independentista diciendo lo que es: un movimiento que para imponerse ha sabido usar de modo eficaz el engaño y la fuerza, la violencia verbal y psicológica, la coacción y la amenaza, el robo y la utilización descarada del dinero público para sus fines, todo esto durante cuarenta años, sin control ni oposición alguna y con el consentimiento tácito o explícito de muchos jueces, fiscales, partidos políticos y sindicatos. Si no ha usado la violencia directa es porque no lo ha necesitado (en un momento decisivo sí la usó, y con éxito: recordemos el terrorismo de Terra Lliure, que provocó la huida de miles de enseñantes y funcionarios de Cataluña.¿Alguien puede seguir dudando de que nos encontramos ante un enfrentamiento cargado de violencia disimulada, un enfrentamiento que sólo se resolverá si una fuerza logra ser superior y vence a la otra?

Uso de modo intencionado la terminología bélica porque es la más adecuada para mostrar la crudeza de los hechos. La única diferencia, y esencial, es que una fuerza, el separatismo, está dispuesta a usar todos los medios a su alcance sin reparos, sin escrúpulos democráticos, mientras la otra actúa con indecisión, falta de ideas y convicciones. Llegamos aquí al problema más importante, el que explica la situación confusa y dubitativa en que ha actuado ante este problema la democracia española. Busquemos una explicación.

Gracias a este déficit democrático, el término facha o franquista se convertido en la acusación más eficaz para anular políticamente al contrario, especialmente en Cataluña

Nuestra democracia arrastra un error fundacional que está en el origen de la actual indecisión y los complejos antidemocráticos que la paralizan: su incapacidad para llevar a cabo una ruptura tajante con el franquismo. Me explico. Todavía estamos intentando dar digna sepultura a más de 100.000 desaparecidos enterrados en cunetas y fosas comunes... Esta resistencia absurda a acabar, décadas después de la Transición, simbólica y políticamente con el franquismo, ha alimentado un complejo de “culpa” original en los demócratas, tanto de la derecha como la izquierda. Gracias a este déficit democrático, el término facha o franquista se convertido en la acusación más eficaz para anular políticamente al contrario, especialmente en Cataluña. Hoy todavía es un arma letal, paralizante, usada para identificar a todo lo español, algo que se inculca en la mente de los niños desde la guardería.

Nuestra democracia ha sido capaz de avanzar en muchos aspectos económicos y sociales y, pese a todos sus defectos, constituirse como una sociedad plena de derechos y libertades. Comparada con cualquier sociedad democrática no tenemos motivo para sentir complejos de ningún tipo. Hay algo, sin embargo, en que mostramos una debilidad sustancial y decisiva: la incapacidad para establecer límites al ejercicio de determinadas libertades, como las relacionadas con el respeto a la verdad histórica, la utilización ideológica y partidista de las instituciones, la incitación al odio, el ataque a los símbolos comunes, el uso del insulto y la mentira como arma política, el permitir que el dinero público se use para deslegitimar la idea de España como nación, etc.

La incapacidad para impedir la degeneración del poder autonómico, para que se usen arteramente mecanismos democráticos para destruir la democracia, es algo que nace de ese complejo franquista

La incapacidad para impedir la degeneración del poder autonómico, para que se usen arteramente mecanismos democráticos para destruir la democracia, es algo que nace de ese complejo franquista que nos ha impedido distinguir entre autoritarismo y autoridad; entre libertad de expresión y libertad de mentir, engañar e insultar; entre centralismo y unificación del Estado; entre autonomía e independencia; entre ley e imposición; entre diferencias culturales e igualdad de derechos y deberes; etcétera. Ante la falta de ideas y convicciones democráticas claras, el miedo a ser tachados de franquistas, centralistas y autoritarios nos ha paralizado y hemos sido incapaces de usar las leyes y los principios democráticos con la determinación y la fuerza que otorga el Estado de Derecho.

Franco, paradójicamente, ha seguido ganando batallas después de muerto. Nos dejó sin nación (el término España todavía es impronunciable para algunos), sin bandera, sin himno, sin historia, sin Estado. Nos hizo incapaces de establecer límites a la libertad (como si la democracia no se asentara sobre ellos), pero además, y esto es algo que ahora estamos pagando muy caro, nos ha impedido recurrir al uso de la fuerza cuando la ley lo exigía. No hay ley si no se tiene fuerza para aplicar y defender esa ley. La ley es, por sí misma, un mecanismo de organización de la convivencia, pero si carece de capacidad coactiva y punitiva, pierde su sentido. La ley obliga necesariamente al uso de la fuerza. La pusilanimidad con que se ha interpretado la ley, desvirtuando y debilitando su capacidad represiva, nos ha llevado a la insólita situación de que se pueda conculcar la Ley Fundamental (la Constitución) sin ningún coste político, penal, ni económico.

Usar la fuerza nada tiene que ver con utilizar la violencia, y menos de modo arbitrario; es inhabilitar, destituir, detener, condenar y encarcelar a quienes comenten delitos que destruyen el orden constitucional

Usar la fuerza nada tiene que ver con utilizar la violencia, y menos de modo arbitrario. Usar la fuerza de la ley es inhabilitar, destituir, detener, condenar y encarcelar a quienes comenten delitos que destruyen el orden constitucional. Usar la fuerza democrática es impedir la propagación de mentiras históricas que incitan y alimentan el odio; controlar el uso del dinero público para que no sirva a fines anticonstitucionales; impedir la creación de organismos e instituciones que ejerzan un poder paralelo para destruir al Estado...

Lo dicho: todo acabará mal porque empezó mal, porque ha continuado durante muchos años mal y ahora se ha acelerado para peor. Acabará mal, por eso necesitamos que acabe cuanto antes. Mucho hay que deshacer y reorganizar, porque no será posible crear nada nuevo si todo permanece como está, si no se afronta la tarea más importante: destruir el poder independentista construido con la mentira, la imposición antidemocrática y el dinero de todos. Mucho me temo que, ante esta difícil tarea, vuelvan los pusilánimes disfrazados de prudentes, aquellos a los que el complejo antifranquista todavía les impide ser demócratas consecuentes.