Asha trabajaba de dependienta en una panadería de Barcelona. Su marido le echó en cara que no le servía como mujer, que ya tenía otra y la puso en la calle. Y que no se le ocurriera volver porque le quemaría la cara. En la puerta de una finca del barrio vio el anuncio de un piso de alquiler por quinientos euros. Desesperada, llamó al teléfono que figuraba y tras firmar un contrato con una mujer que dijo ser representante de la propiedad y pagar un mes por adelantado, obtuvo las llaves de su nuevo hogar. La luz se cortaba y no había suministro de gas por lo que intentó contactar con la mujer para pedirle explicaciones. Fue imposible. Como Asha, había más vecinos en la finca víctimas de la estafa de la misteriosa mujer que se volatilizó. Todos fueron denunciados por el auténtico propietario como autores de una ocupación ilegal.

Jesús y Jessica estuvieron viviendo ocho meses en un piso tras marchar de casa de sus padres que no querían que estuvieran juntos. Él trabajaba de camarero y ella estaba embarazada de siete meses. Se lo alquilaron a unos pakistaníes, que les dijeron que podían vivir allí si pagaban doscientos euros de alquiler. No recibieron ningún papel, pero les inspiraban confianza ya que había agua, luz y gas. Un día se presentó la policía para decirles que estaban ocupando el piso ilegalmente.

Se presentaron dos sujetos que dijeron ser los dueños y a cambio de ciento cincuenta euros al mes, le alquilaron la vivienda. Un día encontró la puerta cerrada con un candado y sus cosas, en la calle

Juan, tras quedar viudo, sin trabajo y con un hijo pequeño a su cargo, fue desahuciado del piso de alquiler en el que había vivido hasta entonces. Decidió volver a su barrio y vio un bajo, vacío, que tenía la puerta abierta y en el que no había suministros. Se presentaron dos sujetos que dijeron ser los dueños y a cambio de ciento cincuenta euros al mes, le alquilaron la vivienda. Un día encontró la puerta cerrada con un candado y sus cosas, en la calle. Consiguió hablar con los verdaderos propietarios, una entidad bancaria, a fin de conseguir un alquiler social, pero su petición no fue admitida. Nunca volvió a ver ni saber nada de aquellos dos sujetos.

María y Antonio vivían de la chatarra. Vieron un solar abandonado, en el que se aguantaban cuatro paredes de una casa en ruinas y se quedaron a pasar la noche. A la mañana siguiente se presentó un señor de mediana edad y buen aspecto que tras escuchar su situación, les propuso que podían quedarse a vivir allí si le pagaban cien euros cada mes, limpiaban el solar y lo ponían presentable. Les pareció un buen trato. A los dos días vino la policía y les dijo que tenían que marcharse porque el solar tenía dueño, que desde luego, no era aquél señor tan amable de mediana edad.

Todos los nombres son ficticios pero se trata de casos reales. Todos fueron denunciados como autores de un delito de usurpación de bien inmueble, castigado en el código penal español; un delito que persigue al que ocupe sin autorización debida un inmueble, vivienda o edificio ajenos que no constituyan morada o se mantuviere en ellos contra la voluntad de su titular. En cada uno de los juicios en los que fueron acusadas estas personas se puso de manifiesto el engaño sufrido, el abuso de la buena fe y su angustia.

Como escribía Robert L. Stevenson en 'Los ladrones de cadáveres', "los malvados nunca encuentran descanso". Entre ellos, los estafadores, los que menos.