Todo parece indicar que, en un lugar inhóspito perdido en una galaxia diminuta dónde siempre parece que pasan cosas extraordinarias que luego no lo son, la historia se repite en un bucle infinito sin solución de continuidad. Tenemos por delante unos cuantos años más en los que nuestras instituciones quieren seguir jugando a la República de la Señorita Pepis. Nada parece impedir que los cargos electos sigan posando sus culos en el Consell de Govern de la Generalitat, y también que sigan sin gobernar. Su incidencia en la vida real del país será escasa, como hasta ahora, más allá de lo que extraigan de las arcas públicas en forma de sueldos para ellos y para todos sus amigos y enemigos, que son muchos. Por lo demás, está claro que el infantilismo se ha convertido en la única vía de penitencia de esta tropa, consecuencia de haberse autolesionado dándose con la cabeza contra la pared.

Algún dios vengativo ha lanzado una maldición contra los catalanes empujándoles a un proceso de autodestrucción. En estas circunstancias habría sido deseable que los líderes de segunda mano que nos afligen nos proporcionaran al menos un poco de diversión. Pero los resultados electorales nos han privado del gran espectáculo de ver entronizado a Joan Canadell, el empresario gasolinero, en la presidencia de la Generalitat. Hubiera sido digno de una ópera bufa contemplar en el primer acto la llegada al trono de Sant Jordi la gran Laura Borràs disfrazada de hada madrina amarilla, para ser inhabilitada a los pocos meses por los maléficos jueces españoles a causa de su mala cabeza con los contratos públicos.

La entrada en escena de Canadell como president sustituto de la sustituta del president vicario que sustituyó al president legítimo, tendría que ser capaz de generar efectos similares a un electroshock colectivo. Canadell, oculto tras una careta de Puigdemont y con una de las viseras de plástico contra la covid que intentó homologar sin éxito, camina errático por los pasillos del Palau de la Generalitat en busca de un despacho vacío desde el que poder conectarse al wifi para seguir las cotizaciones del barril de Brent del Mar del Norte. Pero no hay ni un mísero armario disponible, pues el gran dios de Waterloo ha prohibido la entrada al que fuera su despacho bajo pena de excomunión y castigo eterno, y otro tanto sucede con los de Torra y Borrás, todos ellos convertidos en espacios sagrados.

Lo dejo aquí para no hacer un spoiler al lector y porque en realidad quien aterrizará en el palacio renacentista de la plaza de Sant Jaume será el hombrecillo con barba que hace de vicario del fraile Junqueras, y con él nada podrá ser más aburrido. Incluso las puñaladas que se puedan lanzar entre sí puigdemontistas y junqueristas, con la impagable contribución de los condotieri de la CUP, el neocarlismo iluminado, suenan a diálogos viejos que nos sabemos de memoria, como los chistes malos que los abuelos contaban a nuestros padres que nos los contaron a nosotros.     

Por eso recomiendo a los habitantes de este lugar inhóspito --al menos a los que no formamos parte de este culto-- tomarlo con filosofía; hacer oídos sordos a ese ruido hecho de lamentaciones, agravios eternos, grandes gesticulaciones y consignas desgastadas, apartar la mirada de los altavoces mediáticos que les sufragamos, y dedicarse al vicio y a la depravación. Es cierto que se hace difícil compartir espacio vital con gente en permanente estado alucinatorio, pero hay que apechugar y mantener como sea la joie de vivre. Vendrán tiempos mejores.