La revancha de la Transición a 40 años vista es el programa de dos generaciones, la de los que la vivieron y la perdieron personalmente, y la de sus herederos políticos. Hay muchas cosas a revisar de aquella gran improvisación colectiva, la principal, seguramente, el decretazo de un estado de amnesia general para hacer posible una reconciliación, seguida básicamente a la salud de los perdedores de la Guerra Civil y las víctimas del franquismo. El pacto para la legalización del PCE sirve como paradigma.

Alberto Garzón, líder de Izquierda Unida, protagonista de una de las operaciones políticas de suma cero más impresionantes de los últimos tiempos al asociar electoralmente la marca sucesora del PCE con la de las juventudes comunistas de Podemos, decía el otro día, refiriéndose al papel jugado por sus mayores en la Transición: "El PCE hizo lo que pudo, no lo que debía... se autoengañó y engañó a sus militantes".

¿Y qué debían hacer los comunistas aquel Sábado Santo rojo de 1977? ¿Negarse a la legalización? ¿Convocar una huelga general revolucionaria hasta lograr la caída de la monarquía? La clandestinidad había servido para crear la leyenda del PCE poderoso y omnipresente, gracias a sus sacrificios en la lucha contra el franquismo, sin embargo, la longevidad del dictador había jugado en su contra y su fuerza imaginada ya no respondía, probablemente, a la realidad; además, había renacido el viejo PSOE de la mano de los jóvenes de Suresnes.

Estamos en vísperas de un conflicto institucional sin precedentes en democracia, un episodio anunciado con tanta antelación como para habernos familiarizado con su formulación, de consecuencias imprevisibles, casi todas ellas nefastas, y nadie parece estar dispuesto a preparar un Sábado Santo de convivencia

Es cierto que la credibilidad de la tambaleante democracia española tal vez no habría soportado la marginación del eurocomunismo (aquel efímero comunismo apto para los países capitalistas) y por eso Adolfo Suárez se empeñó en el pacto, a cuenta de cabrear un poco más al inmovilismo y calculando también que esta maniobra podría perjudicar algo las expectativas electorales del felipismo socialista. Es difícil imaginar qué habría ganado el PCE con el fracaso del proceso democrático. Todo esto cae algo lejos y su reinterpretación es tan legítima como inútil.

Lo relevante para tener en cuenta a día de hoy es que el Sábado Santo rojo existió, como existió el pacto Suárez-Tarradellas de unos meses más tarde. Y ahora nos parece ciencia ficción que un Gobierno tan débil (el más débil de los que han existido en este período) como el de Adolfo Suárez pudiera asumir tanto riesgo, afrontando los retos de la España roja y la rota al mismo tiempo. Tanta sorpresa como el hecho de que Carillo y Tarradellas, perdedores de la Guerra Civil y demonizados por los vencedores, confiaran en aquella hipótesis de trabajo llamada Transición, dirigida por la generación joven del Movimiento.

Se llama política, aunque algunos en su momento lo denominaron aventurismo y otros, ahora, estafa pseudodemocrática. No ha funcionado tan mal y lo peor parece por llegar, una vez vivida la crisis económica que cambió la perspectiva general de aquella etapa. Estamos en vísperas de un conflicto institucional sin precedentes en democracia, un episodio anunciado con tanta antelación como para habernos familiarizado con su formulación, de consecuencias imprevisibles, casi todas ellas nefastas, y nadie parece estar dispuesto a preparar un Sábado Santo de convivencia. Para el de este año, ya no llegamos.