Barcelona en Comú ganó las elecciones municipales por sorpresa y con un pésimo resultado para gobernar la ciudad de forma estable, en todo caso, obtuvo el mejor de los pésimos resultados cosechados por el resto de concurrentes. Es razonable pensar que su candidatura estaba pensada para ejercer la oposición y, la verdad, es que en circunstancias normales sus once concejales habrían dado para ello y todos habrían interpretado la cifra como excelente. Pero la legislación vigente le dió la alcaldía a Ada Colau y aquí estamos, dos años después.

El gobierno Colau no ha provocado el apocalipsis prometido por sus detractores; Barcelona sigue en pie, eso sí, con los mismos problemas de cuando Trias se rindió en la noche electoral, abrumado por su fracaso; la ciudad sigue sin relato, porque CiU no supo fijar ninguno y porque para los comuns el discurso sobre Barcelona no es otra cosa que una simple suma de desgracias, un cúmulo de déficits, los viejos y los nuevos, y una expresión de contrariedades ideológicas.

La inexistencia de una idea de Barcelona por parte de los actuales gobernantes convierte en pecata minuta el resto de dificultades

La ciudad vista como un problema resulta un problema en si mismo, mayúsculo y con tendencia a agrandarse: desgasta la ilusión y la ambición de los barceloneses, atenaza al emprendedor, espanta al talento y lastra la proyección y el atractivo de la ciudad, ganados a pulso en las últimas décadas. La inexistencia de una idea de Barcelona por parte de los actuales gobernantes convierte en pecata minuta el resto de dificultades. Alimentar la depresión colectiva por los inconvenientes asociados al éxito turístico de la ciudad, paralizar el túnel de Glòries, declarar la guerra al coche privado sin disponer de una alternativa pública, enzarzarse con los empleados del metro en una huelga inacabable, todo esto llegará a su punto de equilibrio, inevitablemente y felizmente, pero a su ritmo, que no suele ser el de las urgencias de la autoridad; incluso el tranvía por la Diagonal encontrará un recorrido sostenible si antes la avenida maldita no entierra a otro alcalde.

Sin una idea de futuro, la ciudad estará desorientada. Se podrán construir 2.000 pisos para alquiler social o 4.000, se creará una empresa municipal de energía y se plantará cara a los grandes operadores privados de servicios públicos, iniciativas muy apropiadas para su electorado, pero todo ello no suplirá el déficit manifiesto de no saber qué Barcelona quiere Colau. Una cuestión de credibilidad.

Ada Colau ha gozado, desde el primer día de su mandato, de una extraordinaria confianza como futura líder política. Este tipo de presentimiento está más cercano a la fe que a la ciencia y aunque no ha dado prácticamente ninguna prueba material en la que sustentar tanta intuición, sigue manteniendo intacto su crédito político personal para desespero de sus adversarios. Esta es una situación extraordinariamente ventajosa que la alcaldesa parece empeñada en desaprovechar. No le ayuda la aritmética del pleno que le impide disponer de unos presupuestos y un plan de inversiones a medida de sus objetivos sociales. Tampoco el riesgo evidente de mantener tantos frentes abiertos para un equipo de gobierno en minoría, aún contando con los concejales socialistas, a solo dos años de la reelección y sin un proyecto bien definido por bandera. Y sobre todo, la ausencia de discurso ciudadano en positivo.