Uno constató imaginariamente que la transición democrática era algo cierto y auténtico al ver una gran fotografía de Adolfo Suárez con la chaqueta desabrochada y las manos en los bolsillos. Iba andando, como estaba en marcha todo un país hacia una de sus reformas más esplendorosas. Entonces varias generaciones de españoles fueron lo mejor de sí mismos. La sonrisa de Adolfo Suárez fue la “Gioconda” de una coyuntura histórica que ahora se desdeña o pone en duda. Antes de ir a las urnas en 1977, la ciudadanía votó en referéndum la Ley para la Reforma Política en diciembre de 1976, con un 94,4 por ciento de votos afirmativos. Luego vino la Constitución de 1978 –votada de forma masiva en Cataluña, aunque el nacionalismo se niegue a recordarlo-, la más integradora, cohesiva y lúcida de la historia de España.

Hablar hoy de cómo el viejo sistema quedó transfigurado por el procedimiento de por la ley a la ley suena a vetusto y a nostalgia de hogar de ancianos porque lo que se lleva es trasladar los restos de Franco en helicóptero. Muy al contrario, esa memoria es del todo precisa para no facilitar revanchismos, para ahuyentar fantasmas y reencontrarse de nuevo con la concordia y el perdón más allá de las fosas. La ley para la Reforma Política escondía “su fuerza, su contundencia, bajo capas de apariencia inocua”: “Y, no obstante, es un continuo martillazo sobre los principios fundamentales del sistema orgánico”. Lo decía aquel inmenso periodista que fue Josep Melià, en el breve ensayo Qué es la reforma política, publicado en la colección populosa que dirigía Rosa Regás. La reforma consistía, nada más y nada menos, en una posibilidad de convocar elecciones para que llegaran a las Cortes los representantes del pueblo español y fuesen ellos los que dijeran que Constitución querían para España. Elecciones, Cortes Constituyentes, Constitución, Estatutos de autonomía: la larga marcha, la refundación del convivir, otra forma del bien común.

Entonces Adolfo Suárez marcaba un “tempo” político que para no pocos hubiese podido ser un vértigo de no haber existido la tutela de la Corona, el motor insustituible del cambio. Nacían los nuevos ritos de la democracia, fuente de identidad y compostura colectiva. Ordenar el Estado sin ritos –dijo Confucio- significaría ser como un ciego que no ve las formas de las cosas y divaga sin sentido.

Vamos a las urnas en invierno de 2019 –invierno del descontento, según las palabras de una gran clásico- con un país que se descuida políticamente de los que es la vida en común. No hace falta ser un nostálgico del bipartidismo, ni negar los errores de aquel sistema, para percibir que entonces se votaba de forma más esperanzada, porque las alternancias estaban claras. Quién sabe si la actual fragmentación del arco parlamentario va a mantenerse, ir a más o menguar.  Estamos ante dos bloques y los votos fluyen dentro de cada bloque pero no de uno a otro. No es ineluctable que eso represente una polarización de la sociedad española, aunque coser siempre ha sido más laborioso que descoser. Veremos lo que expresan las urnas esta noche.