Juan Luis Valenzuela ha publicado una recopilación con más de 70 artículos suyos dedicados a casos y temas relacionados con la memoria histórica. La factura de la democracia (Punto Rojo), como el autor reconoce, no es el libro de un historiador, sino el de un veterano periodista interesado en explicar la historia de la Guerra Civil y la feroz represión de la dictadura franquista en Andalucía. El corpus es resultado de un periodismo comprometido que comparte la tesis de la historiografía encabezada por Paul Preston: el holocausto franquista fue una estrategia criminal sistematizada desde el poder.

Cada artículo de Valenzuela es un relato y una denuncia, escritos desde la convicción de que la historia la elaboran siempre los vencedores y nunca los vencidos. Este tópico queda en entredicho, paradójicamente, con este libro y con los miles de páginas que, desde antes de acabar la guerra y durante la década de los 40, fueron publicadas en el exilio por periodistas o historiadores, testigos de aquellos hechos, como Antonio Ramos Oliveira, José Castillejo, Manuel Chaves Nogales, Antonio Sánchez Barbudo… El tópico esconde el reto: no tragarse sin más los relatos oficiales con sus consabidas mentiras, por muy nacionalistas que sean sus emisores. El nacionalismo, totalitario o democrático, es incompatible con la honestidad del discurso histórico.

“Evitemos que los imitadores del flautista de Hamelin nos presenten como pasados gloriosos los que nunca lo fueron”. Esta lúcida cita de Ángel Viñas sirve de guía a la obra de Valenzuela. En ese sentido, la crítica central del libro señala la vigencia y vitalidad del denominado “franquismo sociológico”, principal obstáculo para la investigación y difusión de las múltiples caras opresoras y represoras del régimen franquista. Esa es la factura que la democracia aún sigue pagando, según Valenzuela. Para este autor se entiende por “franquismo sociológico” un conjunto de rasgos reaccionarios (tics nostálgicos, machismo, simbología…) propios de la dictadura que aún perviven en la actual sociedad española, “extendiendo la fuerza de su ola a la justicia, la cultura, las aulas y en los comportamientos personales y políticos concretos”.

El punto más débil de esta tesis del “franquismo sociológico” lo plantea el propio Valenzuela cuando resume un estudio de 2010 de la Fundación Ortega y Gasset-Gregorio Marañón, según el cual el 51% de los 5.000 encuestados creían que la dictadura les ofreció al mismo tiempo aspectos positivos y negativos. No le parece extraño que el 70% de los votantes del PP compartieran esa opinión. Sin embargo, a Valenzuela le sorprende que el 39% de los votantes socialistas encuestados y el 24% de los de IU también tuvieran esa percepción “benigna del franquismo”, y concluye: “El recuerdo de cierto desarrollo económico, con beneficio especial para las clases medias, de la época final del franquismo, fue parejo al olvido de que este tibio avance se produjo a costa del olvido de la miseria y de la crisis económica posterior generada por esta política de la dictadura”. Cabría preguntarse también, tal y como ha sugerido el profesor Juan Francisco Fuentes, si desde 1982 existió una migración a la izquierda de una parte de la cultura política de la dictadura (antiamericanismo, defensa del Estado frente al mercado, indiferencia o desdeño hacia la monarquía), de ahí la valoración relativamente positiva de las dos últimas décadas del franquismo entre votantes de izquierdas de cierta edad.

De cualquier modo y sin matizar nada, es difícil constatar que aquella España franquista –nutrida de burgueses bien amamantados y demás señoritos encaprichados de sus criadas jovencitas, explotadores sin escrúpulos, benefactores de la Santa Madre Iglesia, rentistas, holgazanes de día y golfos de noche— aún perviva con fuerza entre las élites y como anhelo entre las clases medias de este país. El imaginario impoluto de aquella España sobrevive, sí, pero de un modo bastante esquemático y muy escorado a la extrema derecha nacionalista, como demuestra Valenzuela en su libro.

La pervivencia de ese “franquismo” recuerda la metamorfosis de la fortuna familiar y la decadencia de la casa de Pepe Pantera en Jerez. José Domecq, de ojos verdes felinos y apellido más que ilustre, fue un burgués acólito del Régimen, coleccionista de coches deportivos, propietario de grandes fincas, bodegas y de un palacete del siglo XV de más de 6.000 metros cuadrados en el centro de la ciudad gaditana. Los viejos del lugar aún recuerdan aquella plaza repleta de coches de lujo, a las criadas saliendo a recibir a los elitistas visitantes, el ir y venir de cajas y cajas de botellas de fino, las larguísimas juergas flamencas… Los Domecq vendieron en 2002 esa joya arquitectónica a la cadena catalana Hospes. En 2008 se frenó su reforma como hotel y el edificio comenzó a ser expoliado (puertas y mármoles del siglo XVII, azulejos, barandillas de ébano…). Y ahora, vueltas que da la vida, la esperanza de inversores y vecinos es la proyección turística de Jerez como Ciudad del Flamenco y de su nuevo museo dedicado a Lola Flores, el nuevo icono gay y feminista. Las elites del centro y la periferia, viejas o nuevas, son y serán bienvenidas. La ciudad anhela volver, en parte, a la España de Pepe Pantera: flamenco, vino, coches y turismo de lujo… eso sí, 3.0. El franquismo sociológico ni está ni se le espera.