La primera cosa que llama la atención de cualquier ciudadano en estos tiempos de desconcierto e incertidumbre que sufrimos es la singular estrategia político-mediática del Gobierno de coalición que tenemos, una estrategia que desde luego consigue agravar la depresión biológica y emocional que nos afecta a todos. En el mes de septiembre se lanza el boom mediático del anteproyecto de la llamada Ley de Memoria Democrática que pretende concienciarnos colectivamente de la necesidad imperativa de una ley que presuntamente se aprobará en el Congreso en el verano del año 2021. Todo un ejercicio de anticipación informativa que como ha escrito Ignacio Varela busca utilizar la historia como coartada para la evasión del presente, de los problemas candentes y no poco angustiosos de nuestra cotidianidad.

Los que fuimos estudiantes universitarios en los años del segundo franquismo, a caballo de las ideas de Braudel y los annalistes franceses, creíamos en la historia como ciencia social capaz de aportar rigor en la información extraída del pasado y compromiso para proyectar las lecciones del pasado al presente. Hoy la historia se ha convertido en arma del poder, mercancía presentista maleable, valor de uso inmediato para justificar apriorismos ideológicos. Hoy la historia es, en definitiva, un puro instrumento de politización. Y en el caso que nos ocupa, la operación de instrumentalización política es especialmente descarada. Memoria de un determinado pasado un tanto lejano para tapar los inmensos agujeros negros de nuestro presente.

En la gestación de la futura Ley de la Memoria Democrática se introduce un melting pot de ideas que solo inducen a la confusión. Se reitera el problema emocional de los herederos de las víctimas de la represión franquista que permanecen en fosas comunes. Se trata de una iniciativa legítima que ya promovió la Ley de Memoria Histórica de 2007 y que no se ha podido implementar por falta de cobertura económica (no creo que ahora la haya tampoco) y desde luego por prejuicios ideológicos como los que motivaron el parón en la exhumación de restos en Cataluña, que denunció el diputado socialista David Pérez, porque los exhumados, curiosamente, no pertenecían a las víctimas republicanas de la guerra que eran los que tenían derecho a ser víctimas. Se retorna al problema de la resignificación del monasterio del Valle de los Caídos, abriendo la cuestión religiosa del destino del monasterio como presunto cementerio civil, con expulsión de los benedictinos como primer precio, si es que no se entra a saco en la destrucción de las cualidades artísticas de los monumentos del Valle. Se abre el problema jurídico de la anulación de los procesos y sentencias franquistas, curiosamente con un solo referente: el de Companys, con el olvido de republicanos socialistas como Julián Zugazagoitia y tantos presos que fueron entregados por la Gestapo a Franco en 1940 y fusilados tras juicios sumarísimos.

Personajes, por cierto, de perfiles mucho menos discutibles en su valoración política y personal que Lluís Companys, que tiene en su biografía connotaciones nada edificantes en la terrible Cataluña del terror rojo, que obligaría a una cierta contención de la épica memorial del que fue presidente de la Generalitat. Por último, se promueve en el proyecto de ley como cuestión fundamental la ilegalización de toda valoración positiva de la dictadura franquista, lo que nos introduce en el sinuoso mundo de la libertad de expresión, eternamente invocada desde la orilla ideológica del Gobierno para legitimar todo tipo de vejaciones a instituciones y personas del pasado y del presente. Libertad ¿para quién? Libertad ¿para qué?

La memoria histórica tuvo un problema con el nombre, en tanto que, como subrayaron historiadores como Santos Juliá, memoria e historia son conceptos que no deberían convertirse uno en sustantivo y otro en adjetivo. El nuevo término con el que se bautiza la nueva ley es más contradictorio. Memoria democrática, es por naturaleza, memoria plural. Si es democrática no puede ser ni singular ni parcial y obviamente ni regulada. Muchos ciudadanos españoles que vivimos hoy bajo la amenaza de la pandemia, hemos tenido abuelos y bisabuelos en las dos Españas. Los españoles de mi generación recordamos la Transición política como la gran ocasión para la reconciliación. Con esa ilusión la vivimos desde las dos orillas ideológicas. El pacto de reconciliación implicaba el consenso en la superación de la memoria del terror azul y del rojo, en la capacidad de abandonar los extremos de la bipolaridad. Y la realidad es que, durante años, con gobierno socialista a la cabeza, pareció superarse todo concepto de venganza y resentimiento. Dicen los postuladores de la nueva ley que se trata de cerrar heridas definitivamente. Honestamente, creo que se reabrirán y que más allá de los éxitos del corto plazo inmediato (el olvido de los problemas del presente) para el conjunto del país solo conseguirá la reapertura de la memoria neofranquista y la evocación de la nostalgia de la dictadura.

El relato que, desde hace varias décadas, se hace acerca de la República, la Guerra Civil y el franquismo, en los libros de texto que consumen nuestros estudiantes, es el relato oficial que no contempla otra cosa que la idealización de la República, sin mancha alguna, el golpe del 18 de julio y el franquismo estigmatizado sin ningún matiz. Un discurso ciertamente demasiado simplista y maniqueo, de buenos y malos. Arrastramos la fosilización de un pasado que nunca acaba de pasar. Huyendo de la historia oficial franquista hecha a la medida de los intereses del dictador estamos hoy inmersos en un nuevo secuestro de la historia. En 1939 se hacía en nombre de la victoria, ahora se hace en nombre de conceptos tan dignos como justicia o democracia.

El monopolio de la verdad, del canon hoy vigente, solo conduce al dogmatismo antidemocrático, al ejercicio inquisitorial. La reiteración de los dogmas de fe, desde luego, solo acaba provocando herejías. La memoria franquista, hegemónica durante los años del franquismo, solo sirvió para articular la memoria alternativa hoy convertida en oficial. Cuando más se pontifica desde arriba, más recelos escépticos se desatan desde abajo. Si lo que se pretende es volver a las dos Españas machadianas, la cosa promete. Si, como se dice, se pretende cerrar las heridas de las víctimas de la Guerra Civil y el franquismo, me temo que se va por el camino equivocado y crecerá la nostalgia franquista. Al tiempo.