Durante el periodo 2015-2019, con gobierno del PP, España tuvo el lamentable honor de realizar una espectacular performance y ejercer un lamentable liderazgo de mal pagador, de chantapufi que se diría en lunfardo. Encabezó de forma destacada el número de contenciosos en el CIADI, el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias sobre inversiones, dependiente del Banco Mundial para resolver conflictos entre estados y empresas o inversores a fin de garantizar la seguridad jurídica, con 27 casos, seguida de Colombia (12) y Argentina y Perú (9). El tema fundamental fue la moratoria de primas a las energías renovables que puso en marcha el gobierno de José María Aznar, se disparó con José Luis Rodríguez Zapatero y frenó Mariano Rajoy.

El caso es que, con gobiernos de uno u otro color, podemos aparecer así como un país poco fiable. La falta de seriedad y cultura del pacto a izquierda o derecha, de respeto a las reglas más elementales del mercado y la democracia se traduce en una inseguridad jurídica que dificulta la capacidad de captación de recursos ajenos, genera desconfianza en los inversores y merma la credibilidad del país. El problema no es menor, pues quiebra la estabilidad necesaria e imprescindible para cualquier eventual inversor y vulnera la Constitución, tan exhibida cual Libro rojo de Mao por Pablo Iglesias. Su artículo nueve garantiza, entre otras cosas, “la seguridad jurídica, la responsabilidad y la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos”.

Estamos en el preámbulo de una recesión de dimensiones desconocidas, con un impacto incalculable en las arcas públicas, afectadas por el parón económico y el incremento del gasto social. El pensador italiano Massimo Cacciari, sentenciaba recientemente que “lo peor llegará en octubre, cuando se sepa con certeza las dimensiones reales del drama”. Afectará especialmente al sector turístico pero se ensañará con los más débiles. Alguien puede refugiarse, cuando se quiebran las creencias, en pensar que la expansión de la pobreza promociona la caridad. Pero no sirve de mucho.

El pasado viernes, una manifestación de autobuses haciendo sonar el claxon colapsó el centro de Barcelona. Es la segunda vez que lo vivo en directo por ese empeño de callejear y caminar un rato al aire libre con la disciplina espartana de no superar el radio de un kilómetro que se me ha quedado grabado a sangre y fuego. “¡No estamos en huelga, estamos arruinados!” podía leerse en algunos autocares. Solo una muestra de lo que podremos ver este otoño.

Sin ir más lejos, ahí tenemos el caso de Nissan que, como me comentaba un veterano sindicalista, dejará colgados de la brocha a veinte mil trabajadores indirectos, mientras los sindicatos guardan silencio. La semana pasada, Oriol Junqueras decía que es preciso “trabajar hasta el final para poder intentar que Nissan se pueda quedar. Pero si eso no es posible, creo que es importante intentar atraer empresas”. La cuestión es cómo. Tal vez cree que asomándose a la ventana y, como en aquella lamentable y antigua costumbre, dar un par de palmadas para llamar al camarero y pedir una ración de inversiones y otra de nuevas empresas. Las únicas puertas abiertas en Cataluña en este momento son las de los establecimientos regidos por paquistaníes.

En un año, según las previsiones más optimistas, la economía española se contraerá al menos el doble que en el periodo 2010-2015. De aquello heredamos ya un déficit inversor. Las condiciones actuales apuntan a la imposibilidad de realizar inversiones públicas que palien las dificultades estructurales y sociales del país. Según Ramón Tamames más de veintitrés millones de ciudadanos vivirán el 2021 de los Presupuestos del Estado, desde funcionarios hasta pensionistas, ertes, parados, dependencia… Y que no haya un rebrote del virus, tras la gente tomar la calle como si no hubiera un mañana. El economista sugiere incluso unos Presupuestos Generales del Estado para cuatro años. Tal y como está el ambiente ¡si se consigue para uno!

Es obvio que las inversiones del Estado se verán limitadas a corto y medio plazo. Cuanto mayor sean desempleo, deuda y déficit público, peor serán los ajustes. Las ayudas de la UE no serán gratis et amore. Ignoramos si habrá hombres de negro o de blanco impoluto, pero Bruselas exigirá un control para asegurar los criterios de convergencia y el destino de los fondos. De ahí llegarán previsiblemente unos 140.000 millones entre transferencias y prestamos reembolsables. Pedro Sánchez cifró en abril las necesidades para reactivar la economía española en unos 250.000 millones. Tan ingente tarea solo será posible con la captación de recursos e inversiones de naturaleza privada. ¿Se fiarán los inversores de los chantapufis?

Los retos que aparecen en el horizonte exigen una actitud colaborativa de los sectores público y privado. Se necesita dibujar un espacio común que permita afrontar infraestructuras, equipamientos sociales y urbanos, vivienda social, residencias para la tercera edad, sistema sanitario o ciclo del agua para mantener el Estado del Bienestar y un desarrollo sostenible en el marco de la Agenda 2030. Todo ello hace imprescindible una actuación firme desde los sectores público y privado para que las consecuencias no sean demoledoras. Pero parece imperar la idea, tan propia de Comunes y Podemos, de “a la empresa y al gorrión, perdigón”. Aunque no deja de ser llamativo que ahora, la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, busque el apoyo de un sector privado al que maltrató para construir vivienda social de alquiler. Sólo faltaba Miquel Iceta reclamando ayer, tras meses sin hacer oposición, un “buen gobierno” en Cataluña: ¡hombre, con que hubiera uno, ya nos daríamos con un canto en los dientes!