Así se halla el Estado: Abatido y maltrecho. En cuanto a lo primero, me apresuro a puntualizar que no me refiero a una mayor cesión de poder que eventualmente pueda llevarse a cabo en beneficio del País Vasco o de Cataluña, que son las comunidades que la reclaman. España responde a un diseño compuesto, y nada hay que decir a propósito de un avance de carácter federal que reserve a la administración central el gobierno de aquellas competencias no susceptibles de delegación.

Hablo de otra cosa; en concreto, de la creciente propensión de las fuerzas políticas con representación parlamentaria a instalarse en posiciones extremas: El acuerdo alcanzado entre el Partido Socialista y Unidas Podemos evidencia un corrimiento sin ambages a pronunciamientos de izquierda, correspondido, desde la derecha, por un acercamiento del Partido Popular y Ciudadanos a requerimientos más propios de Vox que de fuerzas que se reclaman del centro liberal. Ello sucede tanto en el conjunto de la nación como en Cataluña.

Aquí, el eje de coordenadas que informa la contumacia secesionista ha llevado de manera irremisible a partidos tradicionalmente conservadores a maridar con fuerzas de inspiración marxista, cuando no de clara vocación antisistema, abandonando a su votante tradicional y contraponiéndose en exclusiva a quienes se dicen defensores de la Constitución, que también se sitúan, como en el resto de España, en posturas de extrema radicalidad.

¿Dónde está el centro?, cabría preguntarse. La respuesta, sin margen de error, debería ser que, hoy por hoy, en ninguna parte. Claro que el centro no es un lugar; se trata de una actitud, de un estilo, de una forma de gobernar permeable a las inquietudes de las minorías, del sincretismo que ha llevado a los países más avanzados a combinar el estado del bienestar con el mantenimiento de la economía de mercado. ¿Quién que no sea un nostálgico leninista, desde una izquierda puesta al día, se atreve a estas alturas a renegar de la plusvalía? O ¿quién que no sea un reaccionario irredento abomina desde una derecha moderna de una sanidad y una instrucción pública universales?

En eso reside el centro: en la empatía, en la conciliación de puntos de vista distintos y a menudo opuestos, pero susceptibles de aportar lo mejor de cada sensibilidad en beneficio de la mayoría; en la mejor expresión de la democracia. La ausencia de ese sentido de Estado y la inveterada resistencia al acuerdo es la que contamina y desacredita a sus instituciones.

Un ejemplo lo tenemos en la improbable renovación del Consejo del Poder Judicial, cuya composición depende de un pacto que deben ser capaces de construir los principales partidos representados en las Cortes. Otro en Cataluña, donde el ensoberbecido desprecio de la legalidad alcanza cotas difícilmente superables, cuando España constituye una de las democracias más garantistas que se conocen.

Esa falta de compromiso de nuestros dirigentes con el sustento de los pilares que vertebran el sistema y que garantiza la separación de poderes que proclamaba Montesquieu --al que Alfonso Guerra dio por muerto hace cuarenta años-- en el Espíritu de las Leyes, es la que pone en almoneda a las estructuras fundamentales del Estado. Nótese el lamentable espectáculo que ofrecen algunos activistas metidos a gobernantes, carcajeándose de las sentencias de los jueces y haciendo alarde de su incumplimiento, o el interesado escrutinio de las decisiones de los tribunales, desde dentro y fuera de nuestras fronteras, y tendremos servido el amargo combinado de la desafección.

Tampoco el legislativo se queda corto cuando se permite expansiones de baja estofa, más propias de un recinto tabernario que de la sede de la soberanía popular. ¿Y qué decir del Poder Ejecutivo? El simple cotejo de las recíprocas descalificaciones hechas hace tan solo unos días por quienes en él cohabitan y la complacencia con la que hoy se producen no puede sugerir para el público más que perplejidad cuando no inconsistencia.

Pero con estos bueyes hay que arar. De manera que, por el bien de todos, se hace imprescindible que más allá del legítimo y deseable debate entre gobierno y oposición, uno y otra abandonen el maximalismo y antepongan a determinadas pretensiones, a menudo movidas por el reaccionarismo o la voluntad de supremacía, el aseguramiento de los cimientos de nuestra democracia. De lo contrario, el Estado caerá irremisiblemente sobre sus cabezas.