Los incidentes provocados por los escraches independentistas en Barcelona y Sabadell, o la esperpéntica intervención de Torra en la elección de la alcaldesa de Santa Coloma de Farners, parece que han descubierto a algunos la verdadera naturaleza del independentismo. Su trasfondo totalitario. Su desprecio por la democracia y la libertad. Han tardado y, como en el poema atribuido a Bertolt Brecht, han mirado hacia otro lado demasiado tiempo, cuando la cosa parecía que no iba con ellos. Pero más vale tarde que nunca. El problema es que tengo dudas razonables de que hayan aprendido algo. Los escraches, que muchos llevan años sufriendo, a veces ejecutados con parecida intransigencia inquisitorial, aunque con diferentes lemas y quizás menor violencia, por algunos de quienes ahora se quejan, no responden a la actitud espontánea de unos cuantos descerebrados. Son el resultado del resentimiento, del odio inculcado a la sociedad catalana desde las instituciones, los medios de comunicación, la escuela, incluso desde algunos púlpitos. Son muchos años de lavado de cerebro. De inculcar ideas supremacistas. De despreciar la democracia. Si no se respetan la Constitución, el Estatuto de autonomía o el propio reglamento del Parlament, por qué habría que respetar los mecanismos de elección de alcaldes previstos por la ley, y que por otra parte, bien que han utilizado a su favor cuando les ha convenido en muchos municipios?

Se ha permitido que la bola de nieve crezca sin cortapisas. Se ha callado, se ha blanqueado a sus líderes, se ha colaborado en la criminalización de los primeros resistentes. ¿Y ahora qué? ¿Va a cambiar la dinámica? ¿Se va a combatir la utilización de la escuela como centros de adoctrinamiento sectario? ¿Se va a dejar de falsear la realidad diciendo que pedir unas horas de castellano en la escuela es querer acabar con el catalán? No soy optimista pero voy a darles el beneficio de la duda.

De momento, la política de alianzas de la izquierda en los municipios, salvo en los casos concretos que han motivado los escraches y alguna excepción como Sant Vicenç dels Horts, ha sido pactar con el independentismo, especialmente con ERC, en Castelldefels, Badalona, Figueres, Llançà, Tàrrega y Oliana, entre otros, e incluso con la CUP en Sant Cugat del Vallès. Pero también con JxCaT en Vilafranca, Malgrat, Calella o Tordera, entre otros. La coartada, gobiernos de izquierda y progresistas, no se sostiene. ¿Cuándo han sido progresistas o de izquierdas el nacionalismo, el supremacismo o la admiración por fascistas confesos como los hermanos Badia? En el caso del PSC, después del veto a Iceta y el descabalgamiento de Ballesteros, estas alianzas son especialmente difíciles de comprender, si no es en clave de acaparamiento de sueldos y presupuestos. Ya sé que este es, de facto, el objetivo prioritario de todos los partidos, pero hay momentos en que esta actitud es más difícil de comprender. En cualquier caso no parece muy justificada la doble vara de medir con Vox. Seguramente, como dice Orwell en su opúsculo sobre el Nacionalismo, para los nacionalistas, de aquí o de allá incluido cualquier ismo que se cree en posesión de la verdad absoluta, el extremismo, fascismo e incluso el terrorismo de los “nuestros” siempre es justificable.

Se dirá también que hay que evitar la división en bloques, tender puentes. Así sería si hubiera voluntad de enmienda. Pero como se ha visto en los alegatos finales del juicio ante el Supremo y las declaraciones de Torra, lo volverán a hacer y no se esconden de ello. Solo esperarán a una nueva ventana de oportunidad. Por este motivo, la subordinación de la izquierda al nacionalismo no ayuda a la solución, al contrario, profundiza el abismo. Los juramentos o promesas de aceptación de los cargos de concejal han sido esperpénticas. A nadie parece importarle demasiado. Sin un combate ideológico firme, como el del discurso de Valls en la constitución del Consistorio de Barcelona, la situación no sólo no mejorará, sino que empeorará, aunque, coyunturalmente, pueda haber periodos de aparente calma.

Como ocurrió en el País Vasco, aunque sin, afortunadamente, atentados y muertos, se empuja a los disidentes a irse de Cataluña. En muchos pueblos de Cataluña nadie osa discrepar públicamente. De hecho, en muchas poblaciones sólo ha habido candidaturas independentistas. No hay un censo, pero cada día se conoce algún caso de personas o empresas que se van de Cataluña. Sueñan con homogeneizar el país, evitando la inmigración de otras zonas de España, y favoreciendo la de nacionalidades que viven aisladas de su entorno pero que no se consideran peligrosas para la hegemonía nacionalista. Educan en la hispanofobia, en el nacionalismo más rancio. Mientras la izquierda se conforma con tocar poder, los nacionalistas hacen lo mismo pero siguen utilizándolo para imponer sus ideas, para llevar a cabo su proyecto de ingeniería social.

Tarradellas ya avisó hace cuarenta años y algunos parece que se enteran ahora. Mentira. Han callado por una mezcla de miedo, intereses partidistas o personales, o por sentirse, ellos también, nacionalistas. Ahora empiezan a arrepentirse. Veremos si es de verdad.