La única verdad del locuaz diputado Torra --nombrado presidente de la Generalitat, pero que no ejerce como tal, ni política ni moralmente--, cuando anuncia como su (primer) objetivo “alcanzar la independencia ”unas veces y “hacer efectiva la república” otras, resulta que también es una falacia, un fraude, una mentira más.

Hace un tiempo, los voceros del independentismo cantaban las mieles y los dones de la independencia. Ahora de todo aquello solo queda una palabra sin contenido, “independencia”, recitada como un mantra junto a otras figuras retóricas, “libertad presos políticos”, “derecho a la autodeterminación, “mandato democrático del 1-O”, “Estado represor”… De justificar la independencia como necesaria, conveniente, indolora y posible, han pasado a pretender que es ineluctable, porque “es una causa legítima y justa”. De aspirar a ser la Dinamarca del Mediterráneo a conformarse con llegar a ser el Kosovo de España.

Todo lo más, se quedan en lo genérico: “independencia para poder decidir”. Pero, ¿decidir qué? ¿Qué que sea tan relevante que justifique la independencia, de modo que la decisión desde Cataluña sea cualitativamente superior a la que se puede alcanzar dentro de España y de la Unión Europea? ¿Quieren decidir sobre el cambio climático, sobre la regulación de los mercados financieros, sobre la contención de los flujos inmigratorios irregulares, sobre el control de las grandes corporaciones tecnológicas…, por ejemplo? El resto, las “prioridades menores” en las que Torra dice que “no se puede entretener”, es perfectamente abordable desde el envidiable autogobierno autonómico que disfruta Cataluña (si gobernaran).

En el fondo, el relato de los independentistas en la promoción de su objetivo se ha limitado al rechazo demagógico de España (“España nos roba”, “España nos sabotea”…) y al vilipendio continuo del Estado, tildándolo de opresor y represor, si lo fuera, no lo podrían decir con tanta libertad (y desfachatez). En su deshonestidad ocultan que el Estado democrático español es una creación con una notable participación de Cataluña.

La palabra independencia estará vacía, es un non sens en la Europa de la Unión y en el mundo interdependiente de la globalización, pero el clamor callejero por la independencia (un “grito” al estilo decimonónico) es fuerte y aturde por su enorme carga de emociones y de (infundada) esperanza.

El procés ha sido derrotado como estrategia hilvanada por los secesionistas, pero la independencia subsiste como ideología, como una idea absurda --pero una idea, al fin y al cabo-- ahora ya “no pensada” y transformada en creencia. Una idea se puede combatir desde la política, la dialéctica, el conocimiento, la cultura, pero, ¿cómo se combate cuando transformada en creencia solo queda de ella la emoción? ¿Desplazándola por medio de una emoción más fuerte? Puede, pero al precio de degradar la política, de ponerla al nivel de “bono basura”, donde la ponen los partidos independentistas en su actuación.

En todo caso, no se debe dejar el campo libre a los independentistas. La reacció constitucionalista del último año, intelectual, moral y ciudadana, ha sido, por fin, importante, pero no es suficiente.

Sea sentida como un sueño, una utopía, un desquite, una “esperanza”, la independencia es una pretensión profundamente destructiva, y como tal hay que combatirla sin cejar y en cada una de sus objetivas consecuencias. Para alcanzar el objetivo que propugna Torra habría que romper muchas cosas, la sociedad catalana, la integridad territorial del Estado (principio básico del derecho internacional), la pertenencia emotiva, cultural y política de Cataluña a España y la de España a Cataluña, la estabilidad en Europa… Todos esos gravísimos destrozos, ¿por qué, para qué y para beneficiar a quién? No hay ninguna respuesta seria del independentismo a esas preguntas esenciales.

Sería deseable que en torno al aniversario de la segunda “declaración de independencia”, el 27 de octubre, hubiera más rechazo intelectual y moral de la independencia como ideología del que hubo el 10 de octubre, en el aniversario de la primera declaración. (Los dos “falsetes” como acertadamente las califica Joaquín Coll).