Me contaba no hace mucho un amigo que trabaja en Londres en una gran empresa de capital riesgo que, periódicamente, revisan los riesgos globales y desde hace un tiempo un punto fijo del orden del día son los populismos. Dentro de este apartado, comienzan con la revisión del posible impacto en sus participadas y en sus políticas de inversión del Brexit. Y suelen continuar con Cataluña. Cansado mi amigo, con al menos 16 apellidos catalanes que él conozca, de estar metida su tierra en el mismo grupo de reflexión que Trump, Bolsonaro o Salvini, decidió invitar al economista jefe de su empresa a su casa en la Costa Brava para que viese in situ lo bien que se vive aquí. Todo fue perfecto, el clima, la comida, los paisajes, las personas que hablaron con él, y su opinión cambió: Cataluña no merecía estar en ese grupo. Aprovechando el viaje, acudió a visitar a una participada de su empresa, y también quedó encantado con los resultados y las perspectivas. Y tras una excelente comida fue al aeropuerto de Barcelona… el 14 de octubre. Perdió su avión, pero sobre todo mi amigo perdió toda esperanza de sacar Cataluña de la cesta de las zonas conflictivas. Su firma hoy exige el doble de rentabilidad para aprobar una inversión aquí, e incluso se plantea borrarla del mapa. A pesar que, afortunadamente, la toma del aeropuerto y las algaradas siguientes fueron un hecho puntual, las apariencias importan, y mucho, para el dinero que, sobre todo, es cobarde.

El presidente de SEAT lo ha dicho alto y claro: ni un corte de carreteras más. Y lo mismo ha indicado el CEO de Hewlett Packard de España. Traer una inversión a Cataluña cada vez cuesta más, porque la inestabilidad e inseguridad crece. Y esto no va de retener empresas, sino de atraer inversiones, porque estamos en una época de transformación profunda de casi todos los sectores productivos.

Las gamberradas de los contenedores quemados, el pseudocierre de la Jonquera y la reiterada alteración de la normalidad erosionan, y no somos conscientes de cuánto, a la credibilidad de Cataluña, y por mucho que haya directivos que quieren que sus empresas inviertan aquí, cada vez les cuesta más.

Me cuesta, y mucho, entender qué mueve a unos miles de personas a moverse a las órdenes de una aplicación teledirigida desde Waterloo haciendo mucho daño a Cataluña, a los catalanes y, también, a quienes están en prisión con sentencia firme, y a quienes están comprometidos con ser relevantes en el futuro, o futurible, Gobierno de España.  El encargado de formar Gobierno está más que sentado y hablando con el partido independentista que más representación tiene en el Congreso. Eso es la noticia, y no unas tiras de papel azul.

El espectáculo dado entorno al clásico ha sido tan infantil como inocuo. ¿Sirve de algo, además de para ahuyentar potenciales inversores? ¿Estamos hoy mejor que antes de la celebración del clásico? ¿Tiene más seguidores la causa independentista? No, no y no. Pero eso sí, algunos se han dado el gustazo de creerse el centro del mundo, ayudados por una corte mediática que nos han radiado el apasionante recorrido de los autobuses de los jugadores desde el hotel Sofía al Nou Camp, unos frioleros 500 metros, el despliegue de unos cartelitos, supongo que pagados por todos, y la apasionante travesura de ir con máscara al campo y tirar globos. Realmente surrealista dar protagonismo a estas niñerías, e imagino que algunos periodistas pondrán en su curriculum que estuvieron allí.

Algunos se sorprenden porque la realización del partido, responsabilidad de LaLiga teniendo a Mediapro como proveedor, no amplificase el ruido como han hecho varios medios tanto catalanes como del resto de España, sino más bien lo atenuase. Es lógico. El Clásico es un producto que vale mucho y hay que cuidar, y en eso un excelente gestor de LaLiga, votante confeso de Vox, lo tiene tan claro como el excelente empresario audiovisual que su proveedor, troskista, y que siempre que puede amplifica el procés. La pela és la pela, y con lo de comer no se juega. Deberíamos aprender de esta “extraña pareja” y no mezclar las cosas. Como también actuó bien la directiva del Barça entendiendo que entre sus socios, abonados y seguidores hay gente de todos los gustos y credos. No creo que a las 900 peñas del Barça fuera de Cataluña y las 120 fuera de España les encantase que su club se hubiese doblegado a las peticiones de la organización anónima, como tampoco al 58,2% de catalanes que no están a favor de la secesión, según la última encuesta del CEO, y que por estadística debe reflejar, más o menos, el sentir de los socios del Barça. La directiva hizo lo que debía, proteger la valiosísima marca Barça de injerencias. Porque parte de nuestros problemas vienen por mezclar autoridad con activismo, política con causas penales, protestas con economía, churras con merinas. Cada cosa tiene su lugar, y lo que habría que hacer es no mezclarlas.

Ahora que el inquilino de la casa de Waterloo ha ganado una batalla en la justicia europea (por cierto, con ciertas dosis de autogol por parte de quienes le tienen imputado), sería buen momento para disolver el Tsunami y, sobre todo, conjurarse para no interferir más en la vida económica. Como nos movemos por hitos cortoplacistas, lo que habría que priorizar es blindar la celebración del futuro Mobile World Congress frente a cualquier incidencia, pues es la siguiente perla para hacer ruido, y casi de lo único que nos queda de aquella Barcelona de la que todos estábamos orgullosos, a la vez que ponernos a trabajar en potenciar la imagen de Barcelona y Cataluña en el mundo para atraer inversiones, que buena falta nos hacen.