Si las cosas no han vuelto a torcerse, desde hoy mismo el mundo en general tiene una nueva preocupación, como si no dispusiera de las suficientes: ya da vueltas por el espacio sideral el satélite catalán. Si Cataluña se da tanta maña en poner satélites en órbita como en proclamar repúblicas, retener empresas en su suelo o gobernar para el conjunto de los ciudadanos, más vale que a partir de estos momentos, cuando salgamos a la calle lo hagamos con casco, como si fuéramos a quemar contenedores y a enfrentarnos a los Mossos mientras reventamos comercios. Para desgracia de los habitantes del resto del planeta, nadie asegura que cuando un satélite cae en barrena, lo haga justo encima de los responsables de su lanzamiento, o sea que más vale que en Ambatondrazaka (Madagascar) y en Des Moines (Iowa, EEUU) estén también atentos al cielo y a lo que de allí puede desprenderse en cualquier momento, como si fuera un foco del decorado de Truman.

El latente peligro que viven todos los humanos desde hoy --una espada de Damocles de quinta generación--, se nos ha vendido en Cataluña como una hazaña sin precedentes, como lo más parecido que hemos tenido aquí a tomar parte en la carrera espacial, por lo menos hasta que el Institut Nova Història demuestre, como siempre con pruebas irrefutables, que Neil Armstrong era un catalán que emigró a Cabo Cañaveral a recoger cañas, atraído erróneamente por el nombre del lugar. Sólo después de comprobar que poca cosa había allí que recoger, empezó un cursillo de pilotaje de naves espaciales. El resto es historia, digo nueva historia.

Lo que para los catalanes es un hito, para el resto del mundo es una rutina, no hay más que leer que el cohete que debía poner en órbita nuestro satélite, llevaba otros 31 para repartir, al parecer hoy en día hasta una asociación de vecinos se ve capaz de construir un artefacto y aprovechar el viaje de una aeronave rusa para dejarlo dando vueltas a la tierra. Para los rusos, eso de poner satélites en órbita es como para los catalanes plantar calçots: no hay más que llegar al lugar establecido, sea la estratosfera, sea un campo de labranza, dejar uno aquí, otro allá y otro acullá, y regresar a casa a tiempo de ver la telenovela vespertina. El nuestro, el catalán, se llama 3B5GSAT, pero como ese nombre más parece el de un robot enano de Star Wars y no es que vaya a despertar pasiones ni mucho menos a levantar el ánimo patriotero, le llamamos coloquialmente Enxaneta, que es como si atendiera por don Francisco pero le llamáramos Paco.

Enxaneta, lo sabrán los lectores, es el nombre que se da al niño que corona un castell, ese que aparece siempre con tembleque y con cara de estar pensando "quién me mandaría a mi meterme en este fregado". No pocas veces el castell se desmorona y el pobre chaval cae si remisión, de ahí que desde hace unos años se les obligue a ir equipados con casco, igual que sus mayores cuando van a quemar contenedores, enfrentarse a los Mossos, etcétera. Como para fiarse de un satélite que desde el bautizo nos advierte de su pronta caída. Si el nombre pretendía alertar a los ciudadanos de que, siempre que salgan a la calle, procuren hacerlo bajo cubierto, no hay duda de que lo ha conseguido.

Nadie nos ha explicado para qué va a servir nuestro Enxaneta sideral, ni falta que nos hace, el caso es poder decir allá donde vayamos que somos catalanes, sí hombre, Gaudí, Messi, Dalí, Costa Brava y un satélite en órbita, como cualquier hijo de vecino. Ahora ya no somos menos que nadie y, lo que es más importante, podemos mirar a España no sólo por encima del hombro, sino desde mucho más arriba. Que eso cueste unos cuantos millones que bien podrían utilizarse en cuestiones más perentorias, es lo de menos, el caso es tener un cacharro tan arriba como nuestro ego.

Y no se olviden de salir con casco, que los inventos catalanes los suele cargar el diablo. Aunque estén cerca del cielo.