Decía Josep Pla que se había pasado la vida entera buscando adjetivos: “Busco el adjetivo exacto y si lo encuentro lo pongo. Si se encuentra, uno se puede ir a comer a casa y no envidiar a nadie”. Pla se esforzaba en escribir las mejores definiciones sin abusar ni quedarse corto. Ahora, en política y en la campaña del 4M de Madrid, los adjetivos más viejos y tópicos se lanzan contra el primero que pasa. Comunista o fascista, eso eres. Hemos reducido la campaña electoral de las elecciones madrileñas a bien poco. Para conseguir el voto, la izquierda da a escoger entre “democracia o fascismo”. La derecha, por su parte, plantea que la elección es entre “comunismo o libertad”.
Nos estamos volviendo perezosos en el lenguaje y populistas en la política. Esos dos calificativos definen estos tiempos en los que nadie pierde un segundo en buscar la descripción precisa, menos aún en desgranar su programa y optar por dejar el miedo en el túnel de la bruja. Aunque el escritor catalán amara la frase corta, sus calificativos sobre la España del franquismo fueron certeros: “Ha sido un régimen de jesuitas y de capellanes abstemios, inútiles y fanáticos, con todos los productos del puritanismo”. Le censuraron muchos adjetivos, pero siguió buscando otros. En estas elecciones de hoy, sin embargo, la pereza y la frivolidad nos invade. Un Gobierno con PP y Vox será fascista, repiten. Uno de PSOE, Podemos y Más Madrid, comunista. Erróneas definiciones.
Una vez debilitado el bipartidismo y hundido el centro, han surgido nuevos partidos en los márgenes de la política; han llegado con un lenguaje que creíamos olvidado, que en la Transición casi no se utilizaba. Pocas veces se escuchó a un socialista, a un comunista, acusar a Manuel Fraga o a Adolfo Suárez de fascistas. Con el fascismo no se jugaba. Tampoco con el comunismo. Santiago Carrillo votó a favor de la Monarquía. Entró en el Congreso, acompañado de Dolores Ibárruri, con orgullo. Aquella derecha que había vivido el franquismo quiso ser demócrata; aquella izquierda que convivió con el estalinismo volvió a España para construir una democracia.
Los nuevos líderes parecen olvidar la necesidad de convencer con proyectos concretos de presente y futuro. Por mucho que insistan en la polaridad, la mayor parte de españoles sabe que solo quedan comunistas en países como China y Corea donde esa ideología es obligatoria. En Europa, los últimos comunistas --una verdadera rareza-- son portugueses. No han abandonado el marxismo-leninismo ni la hoz y el martillo. Sin embargo, el PCP es un partido que gobierna en muchas ciudades. Son patriotas y disciplinados; nada que ver con la actual progresía alternativa, pendiente de la foto del día. Si son necesarios para aprobar un proyecto de Estado, allí están ellos.
Seamos claros, una victoria de la izquierda en Madrid no implica que gane el comunismo. Quienes lo dicen no leyeron nunca El Capital, ni distinguen a Marx de Engels, a Lenin de Stalin. Es un eslogan facilón. Pablo Iglesias, que banaliza la historia sin ton ni son, puede tener una buena relación con el Gobierno de Venezuela, pero no por eso es comunista. Tras la sosería del socialista Ángel Gabilondo no consigo ver una gestión de extrema izquierda; tampoco Mónica García, agradable sorpresa de la campaña, parece una insensata.
No menos me asombran los que se empeñan en convencernos de la deriva fascista que amenaza a España. Olvidan en medios y redes que la Falange solo consiguió 600 votos en las últimas Generales. Ayuso puede tener tics chulescos, populistas, pero lo que quiere la mayoría de sus votantes es abrir sus negocios, que les vacunen lo antes posible y que no aumenten los impuestos. Motivos de ideología conservadora y liberal, simplemente.
Con Ciudadanos en caída libre y la mayoría absoluta nada clara, el “que vienen, que vienen” se centra en los diputados de Vox, un partido de ultraderecha, antifeminista y antiinmigración con neofranquistas en sus filas. El repetido adjetivo de fascista ni siquiera es acertado en este caso. Vox es similar a otros grupos europeos radicales. Sus líderes viven de la política parlamentaria y pretenden seguir haciéndolo.
Los madrileños --tras la pandemia, el confinamiento y la amenaza de crisis económica-- votarán a favor de los partidos que consideren más cercanos a sus necesidades, intereses o convicciones. Hay que votar, pero no por ultimátums tremendistas sino para para que España siga siendo una democracia. Si les gustan los adjetivos, añadan próspera y plena al sustantivo. El reiterado “que viene el lobo, que viene el lobo”, del color que sea, no cuela.