Decía Stanislaw J. Lec que cada régimen deviene al final Antiguo régimen. Si después del 21D siguen gobernando en Cataluña los grupos independentistas con sus cómplices comunes, se confirmaría este pensamiento despeinado del escritor polaco. Que un sistema democrático --con un peculiar y descompensado mecanismo electoral-- sancione la elección de unos representantes sectarios no quita que al régimen ideológico que ampara y genera ese resultado se le pueda calificar como antiguo y retrógrado.

Cualquier mente mínimamente crítica sabe que votar no es sinónimo de democracia, y no sólo porque haya habido referéndums en dictaduras del siglo XX. En los siglos XVI al XVIII, por ejemplo, cuando aún no se habían producido en Occidente los pasos definitivos hacia los Estados sociales y democráticos de derecho, se votaba para elegir priores en los conventos, jurados en los barrios, rectores en las universidades, hasta papas en Roma. Y por mucho que se votara, nadie puede decir que aquellos regímenes republicanos o monárquicos fueran una democracia, en el sentido actual del término.

Tampoco existe correlación directa entre república y libertad. Existen numerosas repúblicas en la actualidad en las que no se respetan derechos humanos fundamentales. Para el caso español no estaría de más que se pudiese distinguir entre republicano y republicanista, entendida esta última acepción como aquella dolencia ideológica que tiene como objetivo constituir una república cueste lo que cueste, sin respetar la pluralidad de opciones políticas o la mayoría del electorado.

Durante la Revolución Francesa ya se demostró que una soberanía popular absolutizada no desemboca en una democracia real, un fracaso que se reiteró con los regímenes totalitarios del siglo XX

El independentismo, además, ha impuesto la absolutización de la voluntad general en tanto que sacraliza al poble de Catalunya como único sujeto soberano. Decía Rousseau en su Contrato social que “quien se niegue a obedecer la voluntad general será obligado por todo el cuerpo: lo que no significa sino que se le obligará a ser libre”. El régimen nacionalcatalán bebe de esta fuente política cuando hace suyo un imaginario mandato popular para obligar a ser “libres” a todos los ciudadanos, nacionalistas o no.

El mayor peligro para la convivencia democrática ocurre cuando la ciudadanía asume, sin crítica alguna, la absolutización y sacralización de la soberanía del pueblo, o dicho de otro modo, cuando el amor a la patria se asocia inevitablemente con el amor a la libertad. Pero ¿qué se antepone a qué? Maquiavelo dejó muy claro que “en las deliberaciones en que está en juego la salvación de la patria, no se debe guardar ninguna consideración a lo justo o lo injusto, lo piadoso o lo cruel, lo laudable o lo vergonzoso, sino que, dejando de lado cualquier otro respeto, se ha de seguir aquel camino que salve la vida de la patria y mantenga su libertad”.

Bajo ese principio maquiavélico, y con el añadido de salut i pessetes, se ha gobernado Cataluña en los últimos treinta y cinco años. Durante la Revolución Francesa ya se demostró que una soberanía popular absolutizada no desemboca en una democracia real, un fracaso que se reiteró con los regímenes totalitarios del siglo XX. No confundamos pueblo con democracia o patria con libertad, son nociones distintas, ni siquiera constitución con catecismo, son términos diferentes, porque --como advirtió Lec-- las erratas no son las únicas que pueden transformar el “racionalismo” en “nacionalismo”.

El 21D es una cita electoral clave para poner límite a tantas mentiras y confusión difundidas por el nacionalcatalanismo. “Puedes engañar por algún tiempo a todo el mundo; puedes engañar durante todo el tiempo a algunas personas. Pero no puedes engañar a todo el mundo durante todo el tiempo”, lo dejó escrito Lincoln y esperemos que por la salud de nuestra democracia se cumpla ese conocido aserto.