Si hay una crítica al secesionismo que a día de hoy ya no se sostiene es la de que sus dirigentes habrían engañado a sus electores, sorprendidos en su inocencia y buena fe por las falsas promesas o tergiversaciones de los primeros. Si en las autonómicas de 2015 ya era difícil atribuir al expediente del engaño y la mentira el que los votantes separatistas creyeran que con la independencia Cataluña no saldría de la UE, que las empresas no se deslocalizarían, que habría una mediación internacional que forzaría al Estado a negociar, que no se perseguirían judicialmente el desacato y quebranto del orden constitucional, que las "estructuras de Estado" no eran un mero desiderátum y tenían trasfondo real (¿algún independentista creyó que El Prat o el paso de La Junquera sería tomado por cuatro exaltados de la CUP y una docena de mossos la noche del sainete proclamatorio del Parlament?) o que se evidenciaría ante el mundo una España totalitaria continuadora del franquismo, a la vista de los hechos incontrovertidos de los últimos dos meses, se antoja imposible que alguien, para decidir su voto en las elecciones del 21D, haya creído en la veracidad de ninguna de esas mendacidades.

Del mismo modo se antoja intelectualmente inviable mantener que esos dos millones de electores hayan votado el 21D confiados en la certeza de la nueva hornada de embustes facturada para la nueva cita: que una eventual victoria electoral del separatismo extinguiría ipso facto la acción penal contra los candidatos encausados por la justicia, que dicho triunfo derogaría el 155, o que con ello se reinstauraría por ensalmo la república independiente mandatada por el 1-O y proclamada por el Parlament colocando de nuevo al Govern destituido en su puesto.

Evidentemente ningún engaño cabe invocar aquí: todos esos electores sabían que nada de eso es cierto. Por eso, el 21D, aun conscientes de la apabullante falsedad de aquellas primeras mentiras y de las difundidas para la nueva cita electoral, no ha habido ninguna defección significativa de los supuestos separatistas desengañados.

Una proporción importante de la sociedad catalana tiene subvertidos sus valores de ciudadanía, de suerte que su ideal de res pública se guía por un narcisismo colectivo teñido de supremacismo etnicista e insolidaridad xenófoba

Tampoco se sostiene la tesis de un fanatismo irracional que le garantizaría al separatismo la adhesión de sus votantes en una suerte de colectiva disonancia cognitiva que les privaría de su capacidad crítica como electores, abstracción hecha del sesgo distópico de semejante hipótesis referida a dos millones de personas adultas.

No es así, es simplemente algo que la historia ha demostrado que puede ocurrir y que aquí está ocurriendo: que existe una sociedad, la catalana, que en una proporción importantísima tiene subvertidos sus valores de ciudadanía, de suerte que su ideal de res pública se guía por un narcisismo colectivo teñido de supremacismo etnicista e insolidaridad xenófoba. Votantes convencidos de su mejor condición respecto de la de sus conciudadanos, y hasta de la de sus inmediatos vecinos, a los que quieren convertir en extranjeros contra su voluntad; todo lo cual, para ellos avalaría incluso la supuesta comisión de actos criminales: como para dejar de avalar sus simples mentiras.

Atribuir a la mentira de sus dirigentes o al fanatismo irracional de su electorado el voto secesionista no sólo es una falacia: es una injusticia, porque ilegítimamente absuelve a esos ciudadanos de su responsabilidad por su consciente y serena inmoralidad.