Hace dos semanas tuve el honor de ser invitada al palco presidencial del RCD Espanyol en el estadio de Cornellà-El Prat. La verdad es que tuvieron que insistir poco para que aceptase la invitación --“podrás comer y ver un apasionante partido de fútbol...”-- porque a mí el furbo me importa un pepino y encima el partido en cuestión (Espanyol-Real Sociedad) era a las dos del mediodía, precisamente cuando mi padre estaría empezando a cocinar su fantástica fideuà. Además, si tuviera que decir de qué equipo soy, diría que soy del Barça, ni que sea para asegurarme la herencia.

Bueno, da igual. El caso es que acabé diciendo que sí, y el pasado domingo a la una del mediodía esta servidora y su acompañante aparcábamos en el parking VIP del Cornellà Stadium después de dejar atrás unas cuantas rotondas y un enorme centro comercial, a esas horas, vacío.

En la entrada, una amable azafata nos buscó en una lista y nos entregó un sobre cerrado con las invitaciones, que cambiamos por una pulserita de tela, y un tarjetón con las normativas de acceso al palco presidencial, que leí muy atentamente: “Es necesario vestir de forma adecuada, evitando cualquier tipo de ropa o calzado deportivo”. Ningún problema. Me sentía muy elegante, con mi camisa de flores de corte oriental y unos pantalones verdes. 

Seguí leyendo hasta el final: “Se requiere comportamiento deportivo y respetuoso con la afición contraria”. Y entre paréntesis “no se pueden expresar emociones o disconformidad con el juego”. ¡Vaya! ¿Nada de gritos guturales ni de insultar a nadie?, pensé. Qué aburrido. Las pocas veces que he ido al Camp Nou me he quedado maravillada de las variantes guturales que puede emitir un ser masculino cuando ve furbo: “aaagg”, “uuhh”, “oossst”, “uyyy”. Es como volver al Paleolítico. Al parecer, desde el palco presidencial no iba a disfrutar de ese viaje hacia atrás en el tiempo.

Quedaba media hora para el inicio del partido y en el verde césped del campo brillaba el logo del esponsor principal Kelme. ¿Aún existe Kelme?, pregunté, extrañada.

“Kelme nunca ha dejado de existir”, me respondió alguien mientras tomábamos un aperitivo, a la espera de que la gente fuera llenando el estadio de Cornellà. Un estadio sin esteladas y escasisimas banderas, una española por aquí, una señera por allí, imposible no fijarse en eso.

Una mujer china de unos 30 años, muy elegante, con camisa blanca de seda y labios pintados de rojo, fotografiaba con el móvil a los jugadores durante en el calentamiento. Gracias a mi mandarín primitivo y a su inglés macarrónico, logró decirme que era de Pekín y estaba en Barcelona de visita, y quería ver el partido. En el palco había varios grupos de chinos jóvenes muy bien vestidos, cuya presencia asocié al hecho de que el presidente del club sea un empresario chino, Chen Yansheng.

Durante el aperitivo, entre copas de cava Freixenet y vino Segura Viudas, tuve ocasión de hablar con Agustín Rodríguez, director de Comunicación y Relaciones Institucionales del RCD Espanyol. Me contó que ese día, por primera vez, entonarían el himno a capella. "Eliminaremos las letras de la última estrofa y dejaremos que la gente esporádicamente se ponga a cantar", me explicó, contento. Se ve que ya lo intentaron el fin de semana pasado, en otro campo, pero la cosa no salió demasiado bien porque el himno sonó demasiado bajito y en las gradas no se enteraron.

“Los primeros en cantar a capella el himno fueron los del Liverpool, aunque fue porque se les estropeó la megafonía. Desde entonces lo hacen siempre", me explicó Rodríguez. No he conseguido verificar este dato, pero sí he visto algunos vídeos de los fans del Liverpool cantando en masa el You’ll never walk alone, su himno desde los años 50, y se me puso la piel de gallina. “También lo hace el Sevilla”, añadió Rodríguez. “Claro, porque son muy pasionales”, respondió mi acompañante. 

Minutos antes de las dos del mediodía, el público fue acomodándose en en el palco. En las pantallas gigantes proyectaron un perico gigante y el eslogan “som una espècie en expansió” ("somos una especie en expansión"). Poco a poco, las gradas iban llenándose, pero la sensación de ser un estadio semivacío era inevitable. A cada extremo del campo, dos peñas pericas, muy animadas, tocando tambores y coreando el himno, algunos con el torso desnudo. El sol de septiembre asomaba entre las gradas, recordando que el verano aún no se ha acabado.

En el palco, la gente se acercaba a estrechar la mano del alcalde de Cornellà, Antonio Balmón (PSC), un hombre de cabello y barba gris, gafas de pasta, rostro sonrojado, vestido con americana oscura. A su lado, un señor chino de aspecto joven y aire calmado: Mao Ye Wu, consejero del club y uno de los hombres de confianza del presidente.

“Habla catalán y castellano mejor que tú y yo”, me comentó Ramón Agenjo Bosch, consejero delegado de Damm y vicepresidente de la Fundación Damm, quien resultó ser la persona sentada a mi lado. Agenjo me dijo que él “no tiene ni idea de fútbol”, y hasta el minuto 11 no apartó la vista del móvil. “De aquí me voy a otro acto en Barcelona, estamos en plenas fiestas de la Mercè”, me explicó Ramón, que es descendiente directo del fundador de Damm, Josep Damm. “Lo que pasa es que yo ya no llevo el apellido”, me aclaró. Vestido con americana azul, camisa rosa y pantalón gris, me explicó que él viene al palco del Espanyol dos o tres veces al año, en calidad de patrocinador. Damm esponsoriza de todo, desde festivales de música y teatro, al Barça, el RCD Espanyol o la Real Sociedad. “Soy del Espanyol, pero también del Barça y del Nàstic... soy del club que sea mi cliente”, bromeó.

Mientras transcurría el partido, me explicó la labor de la Fundación Damm, una iniciativa creada por su madre y su abuela en 1953 para “promover la cultura y el deporte" y, sobretodo, “para hacer algo por los niños” del barrio donde estaba la fábrica. Así que montaron una escuela de futbol, el CF Damm, que dura hasta hoy. “En estos momentos el Espanyol tiene tres o cuatro jugadores que han salido de nuestra escuela”, comentó. Uno de ellos es David Lopez (Sant Cugat, 1989), que el domingo volvió a calzarse las botas después de mucho tiempo sin jugar. Su reaparición, según Mundo Deportivo, fue la “la única nota positiva del día” (el Espanyol acabó perdiendo 1-3).

En el  minuto 21, una enorme ovación proveniente de la gradería nos obligó a Agenjo y a mí a callar. Se trataba del homenaje habitual a Dani Jarque, una de las estrellas del RCD Espanyol, que murió de un infarto el verano de 2009. “¿Lo conocías?”, me preguntaron. “No”, tuve que admitir.

Cuando terminaron los aplausos, Agenjo siguió explicándome anécdotas interesantes del CF Damm (unos 220 chicos y chicas entrenando gratis) y luego jugamos un poco al quién es quién: “¿Ves ese hombre de allí?”, añadió luego, señalando a un señor de tez morena, enfundado en un traje con chaqueta azul, sentado en la primera fila, junto al alcalde. “Es Roger Guasch, exdirector del Liceu y desde enero pasado director del RCD Espanyol”. Dos filas más atrás, Agenjo me señaló a otro hombre, más mayor, con chaqueta marrón claro y cabello rubio canoso. “Es el economista Jose Maria Gay de Liébana. Un súper perico. Y un sabio”, detalló.

A todo esto, la Real Sociedad ya había marcado dos goles, y en las gradas la gente refunfuñaba sin piedad. Algunos hasta pitaban y silbaban contra su equipo.

“Se quejan del entrenador”, era lo que decía todo el mundo en el comedor. Entre bocado y bocado de fideuà de ceps y ternera con mostaza antigua, algunos analizaban la técnica de David Gallego. Otros analizaban los platos: “¿Esto no será carne mechada? Pillaremos listeriosis”, exclamó una conocida, nerviosa, al ver que mordía un bocadillo relleno de carne desmenuzada. Leímos que eran “brioches rellenos de cheddar y pulled pork” y nos quedamos más tranquilas. En un carrito aparte servían poke bowls, el plato hawaiano de moda, que es lo que llevo haciendo toda mi vida: mezclar arroz blanco con todo lo que me encuentro en la nevera.

Me zampé dos poke bowls con atún rojo marinado y volví a salir al palco, atraída por las pitadas y silbidos. La segunda parte prometía poco. Por suerte, en el bufet ofrecían chuches y nubes rosas para endulzar una posible derrota. Me senté en un asiento más retirado, para comerme las chuches tranquilamente y poder hacerme un selfie con más disimulo. De pronto, distraída con el móvil, en el minuto 71, el Espanyol marcó un gol. El hombre sentado a mi lado, un tipo alto, con melena negra y ojos grandes color avellana, saltó de alegría, extendió los brazos y gritó “gooool” con entusiasmo. Le pregunté fascinada si era del RCD Espanyol. “Ah, no, solo estoy de visita”, me respondió, con un marcado acento americano. Resultó ser un conocido periodista y escritor estadounidense, Sebastian Rotella que, coincidencias de la vida, había vivido en el mismo edificio que un buen amigo mío, corresponsal en Washington DC. Rotella me explicó que estaba en Barcelona visitando a la familia de su mujer, que española. “A su hermana la invitaron al palco y hemos aprovechado para venir todos”, me dijo, pasándose la mano por su frondosa cabellera negra.

En la actualidad, Rotella trabaja para ProPublica, un medio de investigación en Washington DC. Antes fue corresponsal del Los Angeles Times en París y Madrid, y por eso habla tan bien el español. “También cubrí durante mucho tiempo la frontera entre California y México. El LA Times era el único periódico que tenía un puesto fijo en la frontera”.

Para Rotella, finalista a un premio Pulitzer en 2006 y autor de varios thrillers, el fútbol es solo una excusa para pasarlo bien. “Me gusta el fútbol en general, no tengo equipo, yo voy con el equipo local”. Hace poco fue entrevistado por una revista de fútbol francesa para hablar de sus novelas, recién traducidas al francés, en la que mezclaban preguntas de fútbol con cultura y arte. “Fue una experiencia muy bonita”, reconoció. “Es bonito unir deporte y cultura”.

Antes de que la Real Sociedad marcase el tercer gol y se acabara el partido, tuve tiempo de comentarle que soy una admiradora de la prensa americana, pero que fue precisamente cubriendo un evento deportivo, los Juegos Olímpicos de Pekín, cuando me cayó el mito. Pillé a un conocido corresponsal del NY Times escribiendo una columna sobre las revueltas en Tíbet mientras miraba --en directo, desde el estadio-- la mítica final de baloncesto de España contra Estados Unidos. Un partidazo.