Hace un par de sábados salí de excursión con una amiga y sus dos hijos, a quienes hacía tiempo que no veía. El pequeño estaba igual, tan risueño y cariñoso como recordaba, pero la mayor, que pronto cumplirá trece años, había pegado un estirón importante y ya era una preadolescente en toda regla: caminaba algo apartada de nosotros, haciendo ver que no nos hacía caso, y de vez en cuando ojeaba el móvil y ponía cara de “ppfff, me habéis obligado a hacer algo que no me gusta”.

“Me cuesta lidiar con ella cuando se pone en este plan”, me confesó mi amiga, entornando los ojos. Aunque por lo general se llevan bien, hay días que pierde la paciencia. Sobre todo, cuando su hija se enfada sin motivo aparente (“tiene que descargar las hormonas”, según mi amiga) o cuando se ríe de ella porque no sabe de qué le está hablando. Esa misma tarde, por ejemplo, su hija anunció que había quedado con sus amigas para jugar al “Among Us”, un juego para móvil superpopular entre los jóvenes, pero que, en lugar de jugarlo en el teléfono, harían una versión callejera. Mi amiga ya sabe lo que es el “Among Us” pero no entendía lo de jugarlo en la calle. Su hija hizo un esfuerzo por explicárselo. “¡Ah! entonces es como el pilla, pilla de toda la vida”, dedujo mi amiga, orgullosa. La niña respondió con un “no te enteras de nada” y se volvió a su cuarto, enfurruñada. Unos días atrás, ocurrió algo parecido cuando su hija le había contado que en su clase había dos que tenían un “crush”. “¿Qué es un “crush”?, quiso saber mi amiga.  “No te enteras de nada”. Fin de la conversación.

“Me estoy quedando desfasada”, me dijo mi amiga, preocupada. Le expliqué que un “crush” --del inglés “to have a crush on someone”-- significa tener un flechazo, pero que no se preocupara por no saberlo, pues eso significaba que no perdía tanto el tiempo como yo mirando series americanas para adolescentes.

Tengo que confesar que a mí los adolescentes me encantan. Me llevo bien con ellos, quizás porque empatizo con sus problemas y sus miedos y, sobre todo, con su cara de asco cuando una situación los aburre, porque normalmente están en lo cierto. ¿Me habré quedado estancada mentalmente en los dieciséis años? Podría ser, aunque no creo que haya una edad exacta para definir quién es adolescente y quién no, quién es joven y quién no.  

“Desde una perspectiva social, y especialmente en sociedades cada vez más envejecidas como la nuestra, no está claro cuál es el paso de joven a adulto, o de adulto a la senectud”, comentaba recientemente Pablo Simón, profesor de Ciencia Política en el Departamento de Ciencias Sociales de la Universidad Carlos III de Madrid, en una conferencia celebrada en el Palau Macaya de Barcelona.

Tener hijos, sin duda, sirve para mantenerse joven y estar al día en tecnología, juegos, películas…  pero también pone de manifiesto futuros conflictos intergeneracionales. Boomers, Millennials, Generación Z … Cada generación desarrolla determinadas actitudes ante la vida. Pero ¿cómo se sabe quién pertenece a una generación y quién a otra? Según Simón, desde una perspectiva política, lo que sirve de corte son los llamados “eventos impresionables”, es decir, aquellos sucesos políticos y sociales vividos cuando tenemos entre 16 y 24 años, “porque es cuando te marcan más”, dijo.  El politólogo madrileño puso como ejemplo que la gente que era joven durante la Transición demuestra un interés por la política muy superior al de otras generaciones. Otro ejemplo: la generación que fue joven a principios de los 90 --los que ahora rondan los 50-- tienen una mayor propensión al rechazo a votar a partidos de izquierda y una mayor propensión a votar a los partidos de derecha. ¿Por qué? “Porque fueron socializados en el final del Felipismo”, detalló Simón.

Si tuviera una hija de 13 años, como mi amiga, estaría bastante tranquila: en el año 2019, el equipo de Simón realizó una encuesta a jóvenes españoles entre 16 y 24 años en relación con los sucesos más llamativos que recordaban. Y nombraron tres: en primer lugar, el 11-S, en segundo lugar, la independencia de Cataluña y en tercer lugar, el cambio climático. No vamos tan mal.

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