Iñaki Urdangarin merece una defensa. No por lo que hizo, sino por lo que le hicieron, y le siguen haciendo. El muchacho, aunque de buena familia, era un plebeyo. De ahí los males que le aquejan. Jugaba bien al balonmano y tenía buena planta, de modo que se fijó en él una muchacha de sangre azul (es una forma tópica de hablar, digan lo que digan los monárquicos, la sangre de la realeza es tan roja como todas las demás). Se casaron y con ello empezó a formar parte de la Casa Real española. Iba allí a comer y a cenar de vez en cuando y, seguramente, oía al suegro explicar los regalos que recibía y que, pese a que los recibía en calidad de representante oficial del Reino de España, no los entregaba al erario público, sino que se los embolsaba a título personal y, según los monárquicos, privado. Aquel muchacho, capaz de mover la pelota de balonmano, debió de pensar que aquello era lo normal. Si su suegro hacía de intermediario y con ello se ganaba la vida, él podía hacerlo también. Después de todo, el refranero español es claro: dónde fueres haz lo que vieres. Y eso hizo.

Naturalmente, Urdangarín no es el emérito. No era de origen noble sino un vulgar hijo de una familia de la plebe, de modo que cuando se empezaron a descubrir pasteles, lo trincaron y sirvió de chivo expiatorio, pagando por todo lo que hubieran podido hacer los Borbones.

Pagó él y sólo él. Todos los demás quedaron aparentemente exculpados, incluida Cristina, su egregia esposa, que ni siquiera perdió el puesto en La Caixa. Y eso que se fue a Suiza.

No es una novedad. Hay un estudio muy bueno sobre las monjas italianas del final de la Edad Media que demuestra que cuando una monja tenía visiones o llagas o hacía milagros, si era hija de alguien importante se convertía en santa, pero si procedía del populacho, acababa condenada por brujería. Y es que la idea moderna de que todos son iguales ante la ley no deja de ser una mamarrachada a los ojos de Dios. ¿Cómo van a ser iguales abadesas y obispos, papas y fregonas? Las monjas plebeyas que tengan visiones están condenadas a ser quemadas como los plebeyos que crean que pueden hacerse con regalos por su cara bonita están condenados a ir a la cárcel, de modo que se salve la realeza de verdad.

Hay un montón de Borbones afectados por supuestos chanchullos. Ninguno ha pisado la cárcel ni, claro está, ha sido condenado por nada. Sólo Urdangarín. El plebeyo.

Para colmo, la derecha ha puesto el grito en el cielo (a ver si Dios salva a sus elegidos) afirmando que se trata injustamente a la Casa Real. Se ve que Casado no es abonado a Netflix. De serlo, hubiera podido ver cómo trata una serie británica, Los Windsor, a la monarquía inglesa. El príncipe Carlos no es más zote ni queriendo; su mujer, Camila, de quien él afirmó que quería ser su tampax, aparece como una arpía dedicada a sabotear a Guillermo y Catalina, incluso propiciando accidentes mortales. Todo es caricatura, es decir, exageración de cualquier arista real o imaginaria. ¿Se podría filmar aquí una sátira en la que Juan Carlos fuera representado haciendo la mitad de las cosas que se le atribuyen o sus hijas dedicadas a intentar bloquear el acceso de Felipe a la corona por la vía de impedir que se casara con una plebeya y acceder así ellas al trono?

Y escrito esto, puede ocurrir que alguien piense que, en el futuro, Letizia debería de tener mucho cuidado. Si aparecen más pufos de la familia real, siguiendo la norma que hasta ahora ha servido de pauta, ella es la próxima villana en la lista de los que pagan de forma que la familia real quede exonerada.

De momento, se sabe que Felipe VI calla cuando los golpistas le escriben cartas ofensivas para la plebe y que acepta que le paguen el viaje de bodas. Fueron los dos, pero como resulte que era una cosa ilegal, seguro que sólo palma ella, por ser plebeya, como Urdangarín.

Ya se sabe: todos somos iguales ante la ley, menos los que tienen la protección de Dios y el cariño de los jubilados del Ejército.