Reescribir la memoria colectiva es una tarea bastante fácil, si quienes lo hacen están instalados en el poder. Se trata de seleccionar aquella parte del pasado que mejor pueda servir para el presente y a un premeditado proyecto de futuro. El producto final es un cóctel donde el recuerdo, el mito y la propaganda política se mezclan con alevosía. El líquido se vierte en una copa que se ha de ingerir en grandes cantidades para estimular la rememoración histórica. El brindis es la celebración que se hace del hecho histórico seleccionado y debidamente manipulado. La borrachera está asegurada el día de la fiesta nacional.

Reescribir la historia es una labor crítica, por tanto, mucho más compleja. Sólo en algunas ocasiones la elaboración del discurso histórico coincide con la memoria colectiva, en otras muchas no. Cuanto esto último sucede hay que preguntarse por los intereses crematísticos e ideológicos que comparten individuos del ámbito académico con miembros de la élite política, con el objetivo de convertir esa diferente memoria en incuestionable e inamovible historia oficial.

Otro resultado del debido moldeamiento de la memoria colectiva es la identidad nacional. Está muy bien estudiado cómo el franquismo construyó esa identidad que vendió como la única española posible. Así pues, aquel que considera que España la inventó Franco demuestra, por ignorancia o convicción, ser más franquista que el mismísimo dictador.

Acabada la guerra civil en el calendario festivo se señalaron las fechas claves del nuevo régimen: 18 de julio o día del Alzamiento Nacional, 1 de octubre o del Caudillo, 1 de abril o de la Victoria, incluso se retorció tanto el 12 de octubre que en lugar de ser día del Descubrimiento o de la Hispanidad pasó a ser de la Raza. En definitiva, el régimen franquista utilizó la historia para legitimar sus propias convicciones ideológicas. Este uso del calendario para establecer determinadas celebraciones y no otras no es una excepción. La singularidad de los regímenes ultranacionalistas es el culto a una selectiva memoria colectiva, sectaria y caudillista, que excluye a la mayoría de la sociedad.

Esa locura por la historia alcanza su máxima expresión entre los nacionalistas, no solo estatales: también periféricos. El 11 de septiembre catalanista es un vivo ejemplo de cómo el discurso nacionalista se alimenta de mitos épicos y dramáticos. No les interesa la certeza absoluta del hecho histórico sino la rentabilidad política de su celebración, aunque se haga con falsedades y contradicciones, en ocasiones ridículas, como la concurrida ofrenda floral a Rafael Casanova, que no fue ni mártir ni hispanófobo, como los nacionalistas creen.

Con el 11 de septiembre no se celebra la pérdida ni el anhelo de recuperar los antiguos fueros o constituciones catalanas abolidos por Felipe V repletos de privilegios y desigualdades sociales, sino el “espíritu” de resistencia ante una imaginaria invasión española y borbónica, aunque nunca se produjese tal cual. De todos modos, la rentabilidad política e ideológica de la caída de Barcelona en 1714 parece haberse agotado. Además, el atentado contra las Torres Gemelas ha quedado en la memoria de la humanidad como el único 11S que recordar, los de Cataluña, del maestro en Argentina o del número de emergencia en Estados Unidos son y serán ignorados por la mayoría de los mortales, in secula seculorum.

Aprovechando esa imposibilidad de elevar el 11S catalán a categoría universal en el santoral de la autodeterminación, los gurús del nacionalismo llevan tres años intentando que la fiesta de la Cataluña nacional pase a ser el 1-O. Según su sesgada interpretación, ese día de 2017 el pueblo catalán dijo sí a la independencia. Es curiosa la similitud de este 1-O con el franquista 1-O, en ambos casos son exaltaciones de un mandato falso y antidemocrático: el primero fue una concesión de una nación o imaginario pueblo catalán libre y unido dirigida al caudillo Puigdemont y su séquito golpista; el segundo lo recibió un general que también, por la gracia del imperativo categórico de su entrepierna y de su séquito golpista, se erigió en caudillo de una nación o pueblo imaginario español. En ambos casos el objetivo del mandato era el mismo: conseguir que la nación fuera una, grande y libre.

Quizás Paluzie&cia no haya caído en la cuenta de que el 1-O ya está mundialmente reconocido como día del Café y del Vegetarianismo, y por si fuera poco desde 2014 es también el día de los pueblos más bonitos de España, entre ellos algunos catalanes. Los nacionalistas también pueden esperar a que llegue otro 1 de abril o día de la Victoria, o hacer lo que mejor saben: fabricar unos derechos históricos contrapuestos a la comunidad común catalana y española, y soñar con una nueva guspira que prenda otra vez la llama nacional, que cuando el fuego no está encendido hace mucho frío.