El inicio del proceso de vacunación ha generado un enorme revuelo en todo el mundo, especialmente en la Unión Europea. Una intensidad que se entiende por muchas razones, desde la esperanza en salir pronto del agujero a la indignación ante la miserable picaresca de algún que otro espabilado; desde las dudas acerca de la eficacia de nuevas vacunas a la incapacidad de la Comisión Europea en su política de aprovisionamiento; por no hablar de que la menospreciada alternativa rusa, Sputnik, empieza a resultar de las más prometedoras. 

En esta amalgama de acontecimientos y sensaciones, hay un hecho que me sorprende: que la vacuna se aplique conforme a unos estrictos criterios de edad y nivel de exposición al virus. Un modelo igualitario para todos los ciudadanos, que sorprende en un mundo en el que todo tiene su alternativa privada, desde el nacimiento a la defunción. 

En una sociedad abierta, hay espacio para lo público y lo privado, pues el reconocimiento y estímulo de la iniciativa privada, no debe ir en detrimento de la calidad de los servicios públicos. Pero no se trata de crear mundos paralelos, que ni tan siquiera se rozan. Una sociedad avanzada requiere, también, de ámbitos en que nos mezclemos y seamos iguales con toda naturalidad. Sin la mínima convivencia con el otro, me cuesta pensar en ciudadanos empáticos y comprometidos en un fin común. 

Por ello, me resulta tan sorprendente como gratificante que, para vacunarnos, todos debamos esperar la llamada del servicio público de salud, y atender en la misma sala de espera antes de ser inyectados. Y que la más humilde y anciana de las personas acogidas en una residencia, tenga prioridad a aquel heredero o ejecutivo de éxito, habituado a comprarlo todo.

En cualquier caso, no creo que se tarde mucho en encontrar mecanismos alternativos a la sanidad pública. Con la pronta recuperación de una cierta movilidad, lo previsible es que, por ejemplo, se organicen desplazamientos a países donde uno se pueda vacunar libremente. Así, ¿por qué no, unos días en Moscú, con visita a la galería Tretiakov, ópera en el Bolshoi y, de paso, un Sputnik inyectado en una clínica privada, todo ello por unos miles de euros?

Sea como sea, guardemos en nuestro recuerdo este proceso de vacunación tan igualatario. Quizás no volvamos a ver nada parecido en nuestras vidas.