Hace unos años me dedicaba principalmente a entrevistar a emprendedores y fundadores de startups, y una cosa que me llamaba siempre la atención era que cuando entrevistaba a un hombre --de la edad que fuera-- solía “venderme” su idea de negocio como si fuera la pera (“vamos a reventar el mercado”), mientras que cuando entrevistaba a una mujer, el enfoque era diferente: “hemos tenido esta idea, creemos que funcionará, vamos a probar...”  Yo interpretaba esta diferencia de una forma clara: los emprendedores hombres tienden a vender humo, mientras que las mujeres son más humildes y fiables en su discurso. Sin embargo, lo que yo interpretaba como humildad y sentido común, para un inversor era falta de seguridad y confianza en el proyecto, lo que no les hacía ningún bien a la hora de levantar capital para su startup.

 “Tal y como está montado hoy el mundo, si quieres triunfar a nivel profesional, no está permitido  mostrar que tienes dudas. Lo mejor es quedarse calladita”,  me comentaba una amiga el pasado lunes, mientras merendábamos en la playa. Mi amiga lleva muchos años trabajando como diseñadora gráfica e ilustradora --que es lo que verdaderamente le gusta-- pero hasta hace poco no se atrevía a definirse a ella misma como ilustradora. “Me sentía como si no tuviera los conocimientos o la experiencia suficiente”, me dijo. La entendí perfectamente, porque a mí me ha sucedido montones de veces, sobre todo cuando alguien me pregunta por qué no me dedico a dar clases de escritura o periodism. “¿Yo? Dar clases? Pero si no tengo ni idea...”, titubeo, muerta de miedo.  Lo mismo cuando me han propuesto un empleo en un departamento de Comunicación. “Qué va, soy malísima, nunca podría, me acabarían despidiendo”.

Hasta esta semana, todo esto me parecía normal. Pero entonces mi amiga ilustradora me habló del síndrome de la impostora, que yo, ignorante de mí, desconocía. “Si hay algun trastorno psicológico que me describa, es ese. Llevo años sufriéndolo sin enterarme”, bromeaba mi amiga ilustradora dando un sorbo a su cacaolat pringado de arena.

El síndrome de la impostor --o de la impostora, ya que afecta sobre todo a mujeres-- sería  algo así como estar dudando todo el día de tus propios méritos y sentirte como un fraude en determinados ámbitos (personales o laborales), denotando un clara falta de confianza y autoestima.

El trastorno es más común de lo que parece. The Wall Street Journal citaba esta semana una encuesta realizada por el Journal Of General Internal Medicine aseguraba que el 82% de los entrevistados ha sufrido el síndrome del impostor alguna vez en su vida, siendo más común en mujeres y colectivos minoritarios. Pero lo más interesante del artículo de The WSJournal es leer que la generación millennial (en la que yo me incluyo, aunque me quede fuera por un año), es una de las más afectadas.

Resulta que los “jóvenes adultos” somos los que más dudamos de nuestro proyecto profesional y nuestras capacidades para ganar dinero, lo que nos hace la vida mucho más complicada. Una de las razones principales de la inseguridad que sufren los millenials es la crisis de 2008. Por aquel entonces, muchos millennials estaban empezando a despuntar en sus carreras (mi caso) o recién salían de la universidad, con ganas de comerse el mundo. Acariciaron el éxito y el dinero, pero éstos enseguida se evaporaron.  Ahora, con esta segunda crisis, las esperanzas de recuperar lo perdido se han acabado de esfumar. “¿Para qué trabajar si no voy a ganar nunca lo suficiente para alcanzar una estabilidad, comprarme un piso, tener un hijo? “¿Será que no me lo merezco?”, se preguntan hoy muchos millennials que no han logrado sobrevivir económicamente a la pandemia y se comparan con los que sí.

No tengo ni idea de cómo se supera el síndrome de la impostora. ¿Será cuestión de ir más de guays, de creérmelo más, aunque me incomode hacerlo?

 “Cuesta mucho superarlo, no lo vamos a negar, pero todo se puede lograr. Lo más importante es no presionarnos ni ponernos metas imposibles de asumir de una vez. Debemos mimarnos más y sobre todo querernos”, explicaban la semana pasada a La Vanguardia la periodista Élisabeth Cadoche y la psicoterapeuta Anne de Montarlot, autoras de El síndrome de la impostora (Ed. Península), que recientemente ha llegado a las librerías. “Si algo no podemos lograr hoy, seguramente podamos mañana. Errar también es humano y se aprende de ello. Aceptar esto es la única forma de avanzar”, añadieron, sin sonarme nada convincentes. Quizás la solución esté en valorar más a las personas por lo que son, o sienten que son, y no por lo que nos venden que son.