Madrid era un pueblo de ganaderos y agricultores a principios del siglo XVI, con antecedentes prerromanos, romanos, visigóticos y musulmanes (su nombre tiene raíces árabes), pero en 1561 el rey Felipe II decidió trasladar allí la Corte desde Toledo. No están claras las causas de la decisión, tal vez abundancia de caza, tal vez la competencia con el primado de la Iglesia que contaba con una gran burocracia y un protocolo competidor con la realeza. Lo cierto es que el rey ordenó la construcción de El Escorial realizada entre 1563 y 1584 con el palacio, la basílica, un panteón real nuevo para cumplir el deseo de su padre, Carlos V, fallecido en Yuste en 1558, de colocar sus restos en una tumba nueva distinta a la de Granada donde yacían sus abuelos, los Reyes católicos, y un Monasterio para la orden de los Jerónimos, y según dicen para conmemorar el triunfo en la batalla de San Quintín. Eso permitió que Madrid se convirtiera en villa al calor de las necesidades de los cortesanos. No están claras las diferencias conceptuales entre pueblo, villa o ciudad. Se recurre a la mayor o menor población, a la distribución de población agrícola, industrial o de servicios y a la diversidad de funciones administrativas. Rousseau, por ejemplo, solo distinguía entre village (pueblo)/ ciudad, algo que se mantiene en Francia, una distinción que también funciona en inglés, entre town y city. La villa sería un estadio intermedio que se adquiría por alguna singularidad. Todavía en el siglo XVIII Mesonero Romanos versaba: “Madrid se va a Salamanca / por la puerta de Alcalá/ que harto de ser siempre villa/ quiere ascender a ciudad".

Después de la unificación borbónica y la paulatina consolidación del liberalismo político en el siglo XIX, Madrid se convirtió en la capital del Estado mientras la modernización económica se desarrollaba en las zonas periféricas como Cataluña y Euskadi. Una burocracia política y administrativa, junto a pequeños talleres y comercios configuraban una sociedad que hegemonizaba, desde una cultura castellana, la organización del Estado. Se produjo, así, una disfunción entre las nuevas clases empresariales de la revolución industrial y unos sectores agrícolas que dominaban la gobernabilidad del país, al contrario de lo que ocurría en Europa donde los centros de la expansión industrial y financiera controlaban la dirección política del Estado como ocurre en Alemania con Berlín, centro de Prusia, protagonista de la unificación alemana; en Francia con París, en Ille de France; en Gran Bretaña con Londres; en Italia con Milán-Turín en la Lombardía, foco principal de la unidad italiana; en Suecia con Estocolmo, o en Rusia con Moscú.

En España el catalanismo o el vasquismo desarrollan su propia dinámica económica que acabará derivando en propuestas políticas nacionalistas y a la postre reclamando sus propios estados, pero derrotados en la Guerra Civil española. El franquismo acentúa la unidad de España con caracteres propios, dentro de una dictadura centralista, pero dentro del paradigma que el liberalismo progresista o conservador había venido desarrollando con el apoyo del Ejército desde la Constitución de 1812 y las siguientes (1837,1845,1869,1876) salvo el corto periodo de la I República donde se intentó una estructura federal que acabó degenerando en el cantonalismo, y después con la II República con la posibilidad de desarrollar los Estatutos. La dinámica entre centro y periferia, entre centralismo y descentralización siguió latente durante los años del franquismo donde las burguesías vascas y catalanas se adaptaron a las nuevas circunstancias, pero en ningún caso se consiguió desarraigar los elementos culturales y sentimentales de esas comunidades, a pesar de las políticas unificadoras y la emigración de la España rural castellana hacia esas zonas. Pero en ese tiempo Madrid aprovechó, al calor del poder político, para crear su propio centro neurálgico de desarrollo industrial, comercial y financiero que se convirtió en el competidor de Barcelona y Bilbao. Madrid representó, sin ser muy consciente de ello, la alternativa españolista a los nacionalismos periféricos. Es decir, Madrid se ha convertido en el símbolo de España que se ha hecho realidad retórica en la reciente competición electoral.

Cuando la Constitución de 1978 diseñó el titulo VIII de la organización territorial española con el deseo de superar la polaridad secular entre centralismo y descentralización, la mayoría de las nuevas Comunidades Autónomas estaban más o menos pergeñadas, aunque algunos casos fueron conflictivos como el de la integración de León o Segovia. Sin embrago, ¿qué se podía hacer con Madrid? La mayoría de la Asamblea de Parlamentarios madrileños que se formó en 1977 consideraron que debía integrarse en Castilla-La Mancha, algunos también en Extremadura, pero los diputados de lo que sería Castilla-La Mancha no lo consideraron oportuno en aquel momento por el peso de la provincia en la que pudiera ser la nueva Comunidad. Se valoró también considerar a Madrid ciudad como distrito federal como México o Washington, pero la palabra federal fue anulada de discurso político de la época por sus connotaciones históricas. Al final se constituyó la Comunidad Autónoma, con himno y todo, donde se ha desarrollado una economía moderna, con fusiones bancarias, nuevos servicios, televisiones privadas, nueva clase empresarial, la privatización de empresas públicas, expansión de la telefonía móvil y la digitalización, nuevas comunicaciones con la Alta Velocidad. Y junto a ello una fuerte emigración que ha logrado que acoja a más de 6.747.068 habitantes y una estructura social con una potente clase media. Es en este contexto donde ha nacido un “nacionalismo banal”, según la terminología del sociólogo Michael Billig, y españolista, que se ha acentuado a medida que crecían los nacionalismos periféricos.