Para este viaje, no hacían falta alforjas. A falta de hacer un análisis sosegado y pormenorizado de los resultados, podemos concluir que Pedro Sánchez ha ganado las elecciones pero que, al final, las convocó para lograr que Ciudadanos pase a los libros de historia por un fracaso estrepitoso debido al empecinamiento de su líder, que Vox le haga un roto al PP como pretendía La Moncloa pero que se asiente con fuerza desbocada en la política española, que Bildu tenga grupo parlamentario propio, que la CUP entre en el Congreso y que el independentismo catalán se aferre a la pancarta del “cuanto peor, mejor”. Es todo un verdadero delirio porque, en general, a la vista del arco parlamentario que se configura, con una quincena de formaciones, todo sigue igual o peor. Al final, perdemos todos.

Estamos en las mismas circunstancias que hace seis meses; y vuelta a empezar. Con una diferencia: no hay espacio político en el centro para caminar hacia un Gobierno de estabilidad porque ha desaparecido prácticamente lo que pudo haber sido un partido bisagra que contribuyese a la gobernabilidad. Nos queda un consuelo: el hartazgo no se traduce en abstención, parece que votar no cansa. Podemos seguir así hasta que salga el resultado electoral que le apetezca al presidente en funciones.

Pedro Sánchez después de los resultados del 10N / EUROPA PRESS

Flota en el aire de nuevo la idea de la gran coalición PSOE-PP. Mas no será fácil porque exigirá un gran esfuerzo por parte del PP, a riesgo de verse desbordado por su derecha, con Santiago Abascal de líder de la oposición y ver cuestionado el liderazgo en el espacio de la derecha. Volveremos a hablar de la cultura del pacto. La nueva política, notablemente rejuvenecida, parece que se hubiera hecho vieja en un tiempo récord. Vienen semanas por delante en las que podremos ver si esa nueva generación tiene un sentido de Estado o si simplemente sabe sólo hacer política en el marco de la confrontación. Es curioso que la generación que alumbró los Pactos de la Moncloa y protagonizó la transición tenía una edad media de 49,25 años, mientras la nueva apenas supera los 41, incluso sumando a Abascal, curiosamente nacido un 14 de abril, cuando se cumplían los 45 años de proclamación de la Segunda República. Sin embargo, nada más lejos del espíritu de aquella República lo que representa el ultraderechismo del líder de Vox.

Hemos vivido una campaña con Cataluña como eje central y con el término “desbloqueo” como una de las más utilizadas. Podríamos decir que manida. Imposible hablar de los problemas fundamentales que preocupan a una ciudanía que acudió ayer a votar con hastío y resignación. Ha sido sobre todo una campaña más dirigida a la búsqueda de una investidura que a la aspiración de una gobernabilidad en un marco de estabilidad ante los retos que se avecinan. Es incomprensible a estas alturas que el candidato socialista no haya sido capaz de decir en momento alguno con quién preveía pactar después de las elecciones. Tal vez acabó creyendo en su intuición, quizá en su ambición o acaso en las encuestas que le facilitaban, incluida la del CIS. Estas han sido unas elecciones para saber quién gana, no para dilucidar quién gobierna y cómo. Se pacte como se pacte, cuesta creer que la legislatura durará cuatro años. La atomización resultante obligará a un ejercicio de pacto continuo y constante, día a día. Máxime si lo que se pretende es gobernar en minoría después de lograr una investidura por los pelos, sea en primera o segunda votación. Sin que tengamos ahora la más remota idea de qué acuerdos pretende hacer el candidato socialista, al que se supone aspirante a la Presidencia.

Después de todo, los más coherentes han sido Pablo Iglesias, insistiendo en el criterio de que Podemos es la única garantía de que se conforme un gobierno progresista de coalición, y Santiago Abascal, con su defensa cerrada de la unidad de España, cuestionada por el independentismo. Ahora, tenemos populismo intenso en los dos extremos.

El electorado ha castigado básicamente a quienes ha considerado responsables de esta repetición electoral. Es evidente: el peor parado ha sido Ciudadanos, los grandes derrotados y probablemente responsables decisivos, cuando tenían todo a favor, de que no se formase un gobierno estable y duradero. Podemos tampoco sale bien parado: en apenas tres años han perdido más de la mitad de los diputados que logró en 2016 (35 ahora, frente a 71 entonces). Lo de Más País, vistos los resultados, no pasa de ser una ocurrencia precipitada. Tampoco puede estar satisfecho el PSOE porque, más allá de quebrar el espinazo a Albert Rivera y reducir la influencia de Iglesias, ha obtenido peor resultado, muy lejos de las expectativas que creía tener y, a estas horas, está perdiendo la mayoría absoluta en el Senado. Las apuestas arriesgadas tienen siempre consecuencias peligrosas. ¿Alguno explicará con precisión qué piensa hacer? ¿Alguien dimitirá en algún momento ya que han sido incapaces de hacerlo en la noche electoral?

Queda por ver cómo queda con detalle el mapa electoral de Cataluña, que seguirá estando como telón de fondo, cómo se reparte el electorado entre independentistas y unionistas, tanto en cifras relativas como absolutas. En una primera aproximación, la suma de ERC, JxCat y CUP representa el 42,6% del electorado. Se confirma la política de bloques, funcionan los vasos comunicantes en cada uno de ellos, pero sin osmosis posible entre ambos. Estamos como estábamos.