¡Contra el bucle! Manuel Valls es de repente la voz del norte germinada en nuestra entraña. Él sería el grito desacomplejado, el edil dispuesto a deshacer la parálisis mental que azota a la Rosa de Fuego, convertida ahora en símbolo rácano de los comuneros de Colau. Los ciudadanos libres estamos secuestrados por el procés; somos el gran pretexto del soberanismo, no su contraparte; somos el regazo de una lucha retardataria que vive entre el estandarte y el chocolate con nata de la calle Petritxol; el hermano doliente que se levanta cada mañana para vivir, un día más, bajo la bota del demonio familiar; un pueblo que se siente libre pero se sabe rezagado; un pequeño mundo que apenas invierte la impotencia en suficiencia.

Si la ayuda viene de París, bienvenida sea. Recordemos los lazos invisibles que nos unen a las riberas del Sena. Seamos dignos de un mañana mejor, como el aquel Demain l'Espagne, de Regis Debray y Max Gallo, continuador de l’Esprit, de Emmanuel Mounier, antecedente de la Tercera Vía. La apuesta de los desacomplejados nos hará fuertes. Seremos de nuevo l’espoir, la esperanza; la última trinchera del internacionalismo humanista frente a las esteladas del nacional-populismo, que somete al país real bajo la insana mitología del dolor.

manuel valls farruqo

manuel valls farruqo

Dejemos de ser el juguete roto que desmontó la gran Mercé Rodoreda (en Mirall trencat) el día que decidió expresar los sueños colectivos, como lo hizo Stendhal para inventar a Jean Sorel, héroe romántico del amor universal, o como lo practicó Lluís, el joven oficial trasladado al frente de Aragón en Incerta glòria, la bella historia de Joan Sales, llevada al cine por Agustí Villaronga para mostrar el estado de “guerra familiar” que instala en nuestros corazones la guerra social.

Los que quieren odiar antes que remedar, coser, recuperar y amar tienen ahora la palabra. Pero nosotros tenemos la última responsabilidad de devolver al país su quintaesencia: la creatividad que encontró Unamuno en un mundo, el nuestro, vencido por la estética; el heroísmo raso de cada día enfilado por el Juan Marsé de Últimas tardes; el humor desistrionizado del caballero cervantino de la Blanca Luna que ronda todavía la playa de la Barceloneta, junto al mar de Rubianes.

Valls, nacido en Barcelona y de padre español, ha participado en los últimos tiempos en numerosos actos en contra de la independencia. Se apuntó tempranamente el fogonazo de Mitterrand: “El nacionalismo es la guerra”. Recuerda que apoyó a Cs en la última campaña electoral, ganada por Inés Arrimadas, y dice conspicuo: "Me he metido en este debate sobre el proceso independentista porque nací en Barcelona, hijo de catalán, y porque también quiero dar a Cataluña y a España mis orígenes". El exinquilino de Matignon había sido alcalde de la población de Évry entre 2001 y 2012, cargo que dejó cuando fue designado ministro del Interior por François Hollande. Afiliado al Partido Socialista francés desde 1980, con 17 años, abandonó la formación el pasado mes de junio para sumarse a la mayoría parlamentaria del actual presidenteEmmanuel Macron, en la Asamblea Nacional.

Pero seamos realistas, el municipalismo de Valls es lo de menos. Barcelona ya ha dejado de ser la capital de Cataluña, para convertirse en la barricada que recorre Europa desde Victor Hugo a Georges Bataille. Sus adoquines sobreviven al silencio impuesto por el pancatalismo abrasivo. Barcelona ya no es, pero "el ser es". Su instinto de urbe internacional solo duerme bajo los cascotes de la intimidación; no ha muerto; es el muerto más vivo de aquel entierro de Peret glosado en el estribillo cachondo de “no estaba muerto, que no, estaba tomando cañas”. La ciudad simboliza al único aliado real del combate sordo contra el griterío indepe que presume de mayoría pero que solo trata de empujar hacia un reducto artificial a la que hace bien poco era apenas una “inmensa minoría”, y que hoy somos legión. Si se da el caso, Valls merece intentarlo solo por haber desgranado esta verdad contundente: “Cataluña no es un problema de España; es un problema de Europa”.

Valls merece intentarlo solo por haber desgranado esta verdad contundente: “Cataluña no es un problema de España; es un problema de Europa”

Barcelona es un estandarte que nos trasciende. Es el símbolo de la libertad ante la nación enfebrecida por el bajo vientre de la fiera. Es la nueva Sarajevo interior, acosada por los chetniks del soberanismo convertidos en francotiradores a las órdenes de la Gran Serbia de mesa camilla y tresillo creada por el sueño de Puigdemont, Artur Mas y compañía, próceres de la cosa, expertos en la locuacidad de los tenderos. Ante su avalancha revanchista, nos sentimos amenazados por el enemigo de la humanidad: una versión de la pútrida patria que cercena nuestras ansias y devora el futuro de nuestros hijos. Muchos nos sentimos así y, sin embargo, estamos más cerca que nunca de las cosas sencillas que levantarán el ideal de lo que amamos, como muestra la excelsa cotidianidad en la pluma de Víctor Català (Caterina Albert) en la reedición reciente de Tots el contes. Ustedes perdonen, pero debemos recordarles a los matones del procés, que desconocen incluso el terreno que pisotean.

Conviene advertir a Valls que la hipotética batalla de barcelonés nato será contra non natos reconvertidos y arrebatados por la furia del converso. Tales son los más audaces; gentes sin compromiso con los demás, pero encendidos por el fuego abrasador de la nación. Son la gangrena interior de un país de artistas, científicos y emprendedores a los que desconocen y vituperan por no pertenecer a su tribu. Y ahora, estos sepulcros blanqueados, que hablan del franquismo con un desconocimiento olímpico, atraviesan Los cien días (así tituló Dominique de Villepin el interregno napoleónico del destierro del Emperador en Córcega), el lapso de Puigdemont en su campaña exterior espoleada por la torpe instrucción de Pablo Llarena. Perdón por mezclar churras con merinas o Bonaparte con Puigdemont. Pero Valls sabe que la vida se diluye en los dedos de quien intenta montarla, como si fuera un castillo de naipes; que todo se funde, diría la Marguerite Duras de Los ojos verdes, la conocida recopilación de sus artículos en la revista Cahiers du Cinéma.