La sabiduría de las naciones dice así: el poder es imprescindible para escapar del utilitarismo burgués. Y el poder es una vocación de permanencia como sabe bien Raül Romeva, quien tras dejar de ser el titular d'Afers Exteriors, por un fallo del Tribunal Constitucional, mantiene el cargo a costa de suprimir su enunciado. La sentencia del alto tribunal significa adiós a la diplomacia pública de Cataluña y a los preceptos que le atribuían competencias para promover el establecimiento de relaciones bilaterales con otros países. Pero el profesor de relaciones internacionales de la Autónoma no se inmuta; seguirá siendo el jefe de la diplomacia catalana siempre que su retórica (creer) no concuerde con su elocuencia (actuar). Es decir, que no haga lo que dice; que simplemente, mienta.

Partidario de la Europa federal y miembro del Grupo Spinelli, Romeva hace un alto y se refunda aunque sea en el espacio terminal. Va y vuelve de las islas afortunadas; se presenta como un hombre de acción ante un auditorio sosegado (nosotros), sumido en un ocio contemplativo, cuyo momento supremo es la narración en sí misma. Relata sus desventuras: el Cíclope, la isla de Lestrígonos, Circe, la Necuia, las sirenas, Caribdis y Escila... todo, y su voz se asola con la llegada de las Musas, hijas de Memoria. Pero hay un problema: ¡Miente! En nuestro mar no hay enclaves disponibles para la cruz de San Jorge. Romeva no es recibido por gobernantes, sino en principados lejanos, casi ignotos, puertos de la antigua Bizancio que han perdido el rastro de su historia. No es un héroe de leyenda; pertenece a la mirada cómica de la Comedie; pero no es Tartufo, ni Cyrano sino más bien Tartarín, el personaje de Alphonse Daudet que salió de su pueblo (Tarascón) para completar un safari en África y cazar un león, con el objetivo de regresar en olor de multitud y explicar sus hazañas.

raul romeva farruqo

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Cuando Tartarín vuelve a casa, cubierto con una piel de león (no un león salvaje sino uno amaestrado y cojo con el que juegan los niños de una aldea africana) se suceden los fastos. Pero el cazador desaconseja festejos. Y no hay para menos, porque desde que Raül Romeva fue nombrado primer consejero de Exteriores de la Generalitat, el único ministro con el que ha podido hacerse la foto es Vong Sauth, titular de Asuntos Sociales de Camboya. Los gobiernos de medio mundo evitan a los representantes del Gobierno catalán.

El Departamento de Relaciones Exteriores y Transparencia insiste en que buena parte de su trabajo está basado en "reuniones discretas que no se publicitan". La sentencia del TC del pasado 21 de junio avala cierta presencia internacional de Cataluña, aunque dentro de los límites constitucionales. Para el tribunal es admisible una cierta acción diplomática de los ejecutivos autonómicos, pero remarca el imperativo de que fuera de España quede claro para los actores internacionales que las relaciones exteriores son competencia del Gobierno. Muchas de las misiones internacionales de Romeva se nutren de actos académicos. En 2016, viajó a Roma con el vicepresidente, Oriol Junqueras, e impartió una conferencia que sirvió para hablar con el presidente del Centro de Estudios La Parabola, Francesco Tufarelli, bien relacionado con Matteo Renzi y que había sido asesor jurídico del ministerio de Asuntos Europeos. El departamento vistió el santo.

Estamos muy lejos de los tiempos en que los presidentes de la Generalitat tenían entrada en las cancillerías europeas. Se suele recordar que Jordi Pujol visitó al emperador en Tokio (Aki Ito) en 1985 y fue bajando el listón después para relacionarse con Helmut Kohl y citarse con George Bush en la Casa Blanca; José Montilla se entrevistó (¿?) con Romano Prodi, y Pasqual Maragall, con el presidente turco Recep Tayyip Erdogan. Hoy existe una Cataluña ensimismada que, sin preguntarse por los resultados, quiere coronar de laurel a su embajador jefe, a la vuelta del último periplo. En su honor, unos optan por el "banquete de los feacios" de Ulises, otros desean escucharlo a la "luz de las lámparas" de Baudelaire; y otros le esperan sobre la cubierta de un cascaron varado en las aguas de un río cercano como le ocurrió al protagonista de El corazón de las tinieblas, tras el viaje al mal, en el corazón del Congo belga. La fuerza del mito preexiste y resíste.

Desde que Raül Romeva fue nombrado primer consejero de Exteriores de la Generalitat, el único ministro con el que ha podido hacerse la foto es Vong Sauth, titular de Asuntos Sociales de Camboya

Pero el mito se apaga. En 2015, el antecesor de Romeva (el secretario de exteriores Roger Albinyana) fue recibido por congresistas republicanos, por Dana Rohrabacher, conocido por su radicalismo conservador, y por tres congresistas anticastristas de Florida. Un tiempo después, Romeva repetía con Rohrabacher en Washington. El mundo xenófobo circunda al independentismo por una simple cuestión de descarte; sonroja saber que Roberto Maroni, de la Lega Norte italiana, hoy presidente de la Lombardía, era un asiduo al Palau de la Generalitat, en la etapa de Mas. El rey Arturo y sus amigos lo perdonan todo, incluido el desparpajo de los camisas negras, con tal de ver ondear su estandarte: Giovinezza giovinezza, primavera di bellezza!!

Frente al TC, Romeva ha perdido solo formalmente; puede seguir si le pone otro nombre a su consejería, lo mismo que Montoro con su amnistía fiscal. Es esta cosa gatopardiana que tiene el Derecho en España: cambiarlo todo para que nada cambie, adornando los banquillos con ceremonias de la confusión al estilo de las declaraciones-farsa de los cinco magníficos de Aznar (Acebes, Trillo, Rato, Cascos y Mayor Oreja) en el juicio de Gürtel. En el caso catalán, la sentencia del Constitucional, con el voto particular concurrente del magistrado Juan Antonio Xiol, ha liquidado literalmente Afers Exteriors al estimar un recurso presentado por el Gobierno de Rajoy. Pero todo queda en el aire, a medio camino. Solo es un toque.

Mejor así. Al fin y al cabo, la salud democrática del país se resiente cada vez que el ridículo envuelve los intentos por mantener la internacionalidad del procés. Tartarín es el minuto de lucidez que le puede quedar al epílogo de un tumulto a punto de ser sepultado; es la pasión paródica capaz de hacer frente a la melancolía.