Si buscan un columnista hondo éste no es Paco Marhuenda. Él es alambicado y dulce a la vez; un jurisconsulto de doctorandos y doctorados de los que te entonan un gaudeamus igitur antes de un quítame ahí esas pajas. En plena operación Lezo se convirtió en investigado y lo contrario en un santiamén, al atravesar sin mácula un toma y daca con Eloy Velasco. Después de aquel interrogatorio amistoso, soltó uno de sus soliloquios ante el canutazo de los compañeros que velaban armas a las puertas de la Audiencia. Cuando habla Marhuenda todos son o han sido amigos suyos; es un Don Anastasio, un bachiller bizcochante (diría Urbaneja) o un abogado de secano siempre dispuesto a salvar del mal a sus camaradas, especialmente si juegan en la división de honor del Derecho. Él sabe que todo llega. Lo supo en 1996, cuando se estrenó en la primera legislatura de Aznar como jefe de Gabinete del Ministro de Administraciones Públicas, Jorge Fernández Díaz, situado en el centro de la primera madriguera de Mariano Rajoy, figura inerme, instancia hostilizada por los maestros de comentario parco y los analistas ratoneros.

Su recorrido empezó mucho antes, cuando la agitación civil del joven periodista de los ochenta labró una amistad entrañable con Carlos Ferrer Salat, el fallecido exfundador de la CEOE. Tocó el sanedrín liberal de Carlos Güell de Sentmenat, Joan Mas Cantí, el mismo Carlos, y otros, entre los mejores, todos ellos centristas, antinacionalistas saludables y europeístas libres de ataduras. Marhuenda se sintió volar en aquella Cataluña de Orleans en la que aceptó el juego de espejos entre los salones de la Casa Samaniego, sede del Círculo Ecuestre, y la hondonada de los pasos perdidos que festonea el marmóreo Fomento del Trabajo Nacional, obra de Florensa.

francisco marhuenda

francisco marhuenda

Aceptó el guante liberal con el desafío de rehabilitar a la Joven Cámara, una división de promesas en la que se mezclaban, emprendedores, opinadores, heteróclitos, pícaros, letrados y hasta iletrados de cámara y ensayo más o menos ingeniosos a la hora de matar su hambre de gloria. La Joven Cámara fue una alternativa a la herencia sanguínea de Fomento, la gran patronal proteccionista, donde germinaba el futuro del ingeniero Juan Rosell, bajo la atenta vigilancia de su mentor, Manuel Milián Mestre (la triple M), autor lento y prolífico, y jefazo de la campaña anticomunista (anti-PSUC) en las autonómicas de 1980, los comicios que llevaron Pujol a la presidencia de la Generalitat.

Algunos años más tarde, el empeine andorrano del expresident, ganador nato de mayorías absolutas, iba protegido dentro de la chiruca que pisaba los senderos de la Pica d’Estats; y Marhuenda lo vio de cerca. Entendió el juego entre Miquel Roca y el propio Pujol --por quien confesaba amistad y afecto mucho antes del Diluvio--, la dupla que retorció el principio burkeniano de gobernabilidad, colgado en los balcones del Trinity College de Dublín.

En el periodismo de opinión se mezclan el deseo desesperado de influir y la pasión solitaria del joven Alexander Portnoy, la criatura onanista de Philip Roth. A través de la pluma, Marhuenda descubrió los enjuagues del delegado catalán en los grupos mediáticos españoles y, su contrario, el catalán infiltrado en las caobas y el barro de los multimedias nacionales. Gracias al brazo de Luis María Ansón y como delegado de ABC en Barcelona, aprendió a cohabitar en los tiempos de Puente Aéreo y acabó instalándose en la capital bajo la batuta radial de la Alta Velocidad aznariana, que nos lleva de Zaragoza a Cuenca pasando por Atocha. Pero antes del desembarco definitivo, descubrió el pico protestón de La Razón a seiscientos kilómetros del Guadarrama. Y ahí lo bordó. Fue la antesala del puente de mando a tiro de piedra mental de Moncloa, el palacio de hielo de un presidente proteico (capaz de estar bien con Rouco Varela y con el sínodo reformista de la grey jesuítica), que ha acabado levantando su bandera en el centro-derecha con la ayuda de los internos --los Moragas, Soraya, Ayllón, Nadales y demás-- y de los externos de piedra picada, como el mismo Paco.

A través de la pluma, Marhuenda descubrió los enjuagues del delegado catalán en los grupos mediáticos españoles y, su contrario, el catalán infiltrado en las caobas y el barro de los multimedias nacionales

En los últimos años, el Marhuenda, director conspicuo de La Razón se ha convertido en personaje gracias a los platós de televisión, donde templa y manda en la equidistancia, Antena 3-La Sexta, divididas ambas por una muralla china pero unidas a fin de mes. En política de partido, “la votancia no es la militancia” (diría Prego). Y Marhuenda lo sabe muy bien, navegando como lo hace en el medio líquido de las afinidades. En los sufragios, el voto factual decide, mientras que en los medios ocurre todo lo contrario: mandan el guiño y la complicidad del mando a distancia, un esquema pánicamente macluhaniano que preside medio siglo después de su irrupción.

Esta última semana, el periodista ha sido pasto de nuevas filtraciones telefónicas relacionadas con la fortaleza o la endeblez de Cristina Cifuentes, la hija de algún arcángel. Esta última gobierna el hueco de Esperanza, la lideresa tocada, antes pizpireta y hoy afincada en los campos de golf de su marido, el noble catalán Ramírez de Haro y Valdés.

El deporte favorito en España, la hiperinflación de sobreentendidos, avanza sin denuedo. Pero cabe preguntarse: ¿Quién es capaz de resistir la revelación pública de sus conversaciones telefónicas? ¿Cuántos saldrían indemnes en un oficio de tinieblas como el de menear información? Ojo, no es el periodismo quien le apunta (pese a las aparentes maledicencias) sino la política, el juego de tahúres que hoy le bailan su “camisa blanca de mi esperanza / a veces madre siempre madrastra / navaja, barro, clavel, espada…”, pero ¿y mañana?

El reconocido director sentó sus reales en el Noti, el preterido El Noticiero Universal de los Peris Mencheta. Le cabe el honor (no siempre dudoso) de haber encontrado acomodo bajo las familias editoras de abolengo, como los Luca de Tena antes de Vocento, los mismos Mencheta o los nuevos núcleos duros accionariales, como los Lara, sin haber pasado por los Godó ni por su incómoda historia de Galinsoga, una operación de posguerra maniobrada entre la periferia andaluza a la periferia catalana, sin pasar por el centro.

Hace ya bastante de que el primer Marhuenda entendió de liberalismo avant la lettre, en un país de rojos (entonces). Se retrató en el lado montaña de la Barcelona librecambista, la que unió las cámaras de comercio y de industria, la que se sentía “hija de la pérgola y el tenis” (Gil de Biedma), pero también la que edificó el lento regreso de los gentilicios a las puestas de largo y a los asaltos de Carnaval. Hoy, desde su tribuna, ¡so long dear!, mata hormigas a cañonazos.