El país se encamina hacia el toque calabrés. A base de delitos moralmente muy reprobables, a Jordi Pujol “el azar se le iba enredando, poderoso, invencible...”, como dice la canción de Silvio Rodríguez. Sin embargo, en la Audiencia Nacional, su caso parece tener menos chicha de la que se decía al principio, y todo quedará en la deixa de Florenci, su padre, aquel cambista formado en Tánger y de carencia andorrana. En su libro Entre el dolor i l’esperança, Pujol reconoce el error del proceso independentista, avala la estrategia de Aragonès y pide un “apaño” con el Gobierno español. Las aguas están tan calmadas que, a pocos días del juicio oral, Pujol ha vuelto a la vida social.

Su última aparición se produjo el pasado miércoles en un acto organizado por el diario Ara, en el que participaron el conseller Jaume Giró y el exconseller Toni Castells con una mesa redonda sobre la infrafinanciación de Cataluña. La anterior presencia pública fue en setiembre, en una celebración en diferido de su 90 cumpleaños. Se reunió entonces con apellidos ilustres de la Convergència mirífica, hombres de negocios como Xavier Bigatà, Josep Grau, Joan Guitart, Francesc Homs, Joan Hortalà, Pere Macias o Vicenç Oller, que empezaron su carrera en los aledaños del urbanismo y el territorio. Aquí no ha pasado nada.

Y de repente salta la liebre: Nos enteramos de que, hace casi un año, el 23 de noviembre de 2020, hombres armados atacaron una furgoneta de la empresa de mensajería MRW que trasladaba ordenadores, pendrives, tabletas y teléfonos móviles que pertenecen a la familia Pujol, y que desde 2014 estaban en manos de la Audiencia Nacional por sus investigaciones sobre el origen del patrimonio familiar. Se disparan las alarmas: ¿Ha vuelto la policía política? ¿Es un remate del caso Kitchen, con Fernández Díaz repartiendo estampitas del santoral? ¿Son las eternas cloacas del Estado? Porque los amiguitos del expresident no serían tan tontos, digo, de robar una documentación que está por duplicado en la Audiencia.

Caricatura de Jordi Pujol / FARRUQO

Caricatura de Jordi Pujol / FARRUQO

En la serie negra, el furgón blindado suele ser el punto de inflexión, aunque en este caso, a falta de blindado, dejémoslo en una furgo de reparto. En fin, fue un asalto digno de los personajes de Prótesis (1980), una de las primeras y mejores novelas del prolijo e impecable Andreu Martín. La Barcelona negra cuenta con una larga tradición de momentos sobresalientes a cargo del comisario Méndez de González Ledesma, del Carvalho de Vázquez Montalbán o del Novoa de Julián Ibáñez. Pues bien, esta tradición impresa en la ficción y en la memoria de aquel mítico asalto al Banco Central (1981) nunca acababa de llegar a la realidad, hasta llegado el momento en que los trapos sucios de los Pujol, La Familia, van a ventilarse con menor carga penal de la que se dijo. Con la furgoneta de los ordenadores, alguien le ha puesto sal y pimienta al asunto, que se alarga como una fantasía truculenta del pintor Jerónimo Bosch, con la pertinaz peste del Covid sobre nuestras cabezas.

El expresident solicita su libre absolución y la Abogacía del Estado no pide pena alguna para él. Con una sola voz, los Pujol colocan en sus escritos judiciales, sin nombrarlo, al excomisario Villarejo, un Pajarito de Soto, digno de las historias de Mendoza; un pajarito que larga y larga y al que los Pujol señalan elípticamente, de forma omitida. Cuando se les pregunta, ¿quién robó la furgo?, ellos contestan: “los de siempre”.