La obsesión monoglósica de los dirigentes soberanistas siembra un territorio inexistente. Fomentan el odio al bilingüismo natural desde la ideología del catalán, sin darse cuenta de que, a pesar del fervor patriótico, la aulas de filología catalana están prácticamente vacías. Ellos inventan y sobre nosotros recae el peso de la irresponsabilidad de su desgobierno. Nos vamos convirtiendo en ciudadanos de un país inexistente: la República gobernada virtualmente desde Waterloo, mientras la alcaldesa Ada Colau discrimina sin saberlo a Machado y a Ortega en los carteles de Ciutat Vella, escritos en árabe, urdú o tagalo, todo menos castellano, que es lo que habla la gente. El anti España de Colau tiene el aire de cruzada contra la quinta columna, una batalla que pretendiendo ser virtuosa, como el odio hacia la injusticia, desencaja el rostro, diría Brecht.

Vamos por la calle con una sombra sobre los ojos, símbolo del ser apesadumbrado por problemas insolubles. Cada día hay un nuevo desafío al orden constitucional. El entramado de alternativas ilegales, de retorcimientos del Estatut, de reinterpretaciones de los códigos penal y civil han construido un laberinto inextricable; un rizoma sin salidas desde el que los políticos de ríen de nosotros. Solo nos queda el 155, el silencio de los dioses y el compás de espera para los mortales.

Andreu Jaume, profesor de la Pompeu y del Instituto de Humanidades, escribió hace pocos días que la verdad de la vida está en la palabra cara a cara "como principal herramienta hermenéutica". Pues eso es lo que nos quieren robar los soberanistas, el conjunto de símbolos y referencias --da igual en qué idioma-- que nos definen como ciudadanos, no como etnia ni como manada. En el seno del duopolio indepe, PDeCAT-ERC, pugnan ambos por abanderar la hegemonía en el memoricidio catalán, el crimen contra nuestra memoria de seres libres, sabedores de que el territorio es el abrazo del oso. Buscan la quiebra de las instituciones y cuando todo se venga abajo, el dúo y su coletilla (la CUP y parte de los comuns) recogerán lo que quede con el camión de la limpieza. Es la estulticia del populismo como doctrina: ni contigo ni sin ti, tienen mis males remedio; como yo no soy de eixe món, construyo el meu món, dentro del teu món, con tu voto y sin avisar. Zafia mendacidad la de Puigdemones y Roviras.

Los indepes son, por lo general, perdices mal cocinadas de una nación de cazadores. Llevan décadas poniéndole ideología a nuestra lengua materna

Destructores de nuestra escenografía vital --la infancia--, los indepes son, por lo general, perdices mal cocinadas de una nación de cazadores. Llevan décadas poniéndole ideología a nuestra lengua materna, en contra de lo que hicieron Carner, Riba o Pla, y de lo que ha hecho Jordi Llovet, el gran maestro insensible al nacionalismo, que ha traducido al catalán lo mejor de la literatura europea, Baudelaire, Flaubert, Rilke, Hölderlin, Paul Valéry, Thomas Mann o Walter Benjamin. Y tambien ha editado en castellano la obra completa de Kafka.

Los buenos navegan entre dos ríos, como lo hizo Martín de Riquer, enciclopedista y medievalista, que se pasó vida deleitando a sus alumnos entre el Tirant y El Quijote. O como José María Valverde, traductor al castellano del Ulises de Joyce, cuando la novela dublinesa era el foco de una generación y los jóvenes acudían en tropel a sus clases en el aula magna de la Central. Después del magisterio, los iniciados se convertían en Leopold Bloom y Stephen Dedalus en un viaje por la entraña de Ciutat Vella, tratando de emular el aguante al destilado de los protagonistas de Joyce.

En un libro algo lejano de Llovet, Adiós a la universidad (2011) --el mallorquín Andreu Jaume lo llama "particular elegía sobre la enseñanza de humanidades"--, el profesor retirado explicó su idea fallida de crear un área de literatura comparada en el departamento de filología catalana, pero se encontró ahí con los recelos de los custodios de las esencias patrias, a quienes todo amago de heterodoxia les sonaba a fascismo. Como ven, en el mismo corazón del sistema, brotan la injuria y el resentimiento. La autoridad gramatical catalana, extendida en emisoras y periódicos oficiales y en otros sometidos a la pura subvención, los lingüistas más que correctores actúan de censores. Incómodo en la tradición política y filológica de su país, Llovet, insensible al nacionalismo, llegó a sentirse distante respecto a una universidad hostil que practica la confusión entre lengua e ideología. En el valiosísimo rastro de Andreu y buscando entre libros y material del Llovet, que fuera también crítico operístico de La Vanguardia --de sesgo wagneriano--, uno puede encontrar situaciones comparables, en las dianas de Marsé, Mendoza o el mismo Vázquez Montalbán, contra la deriva del nacionalismo abrasivo.

En los excesos teológicos del procés, el enemigo no solo es la víctima que dice desesperado que no es culpable de no ser independentista sino que al final confiesa haberlo sido; asume una culpabilidad artificialmente creada por sus verdugos

Si es cierto que la paz produce delincuencia juvenil, mientras la guerra es una dramática válvula de escape para las vidas en excedencia, el nacionalismo seguirá hurgando. Su maquinaria de generación del odio recuerda a George Orwell en 1984, la narración en la que donde Emmanuel Goldstein aparece ante el pueblo enfurecido que debía vejarle y lesionarle. Era la ceremonia del odio organizada por Gran Hermano, que se repite a lo largo de la historia para dejar fijada en la mente de su grey que solo el odio puede vencer a nuestros perores sueños, como por ejemplo el miedo al extranjero en un momento de tensión migratoria como el nuestro.

En los excesos teológicos del procés, el enemigo no solo es la víctima que dice desesperado que no es culpable de no ser independentista sino que al final confiesa haberlo sido; asume una culpabilidad artificialmente creada por sus verdugos. Es un argumento análogo al que describe Arthur Koestler en El cero y el infinito cuando, como exmiembro desengañado de la Internacional, describe las purgas soviéticas de Stalin. En el gulag, primero se construía artificialmente la imagen del culpable y después se obligaba a la víctima a reconocerse en esta imagen. Por su parte Sartre, el filósofo a su pesar de François Mitterrand, utilizó un esquema de gran sencillez en su obra, A puerta cerrada, para reunir a cuatro difuntos en una habitación sin nada, para que uno de ellos reconociera que estaban en el infierno. No habría fuego eterno sino ostracismo y olvido.