Los Colomines son propensos a las fundaciones vitalicias y vicariales. Agustí, historiador y ensayista, dirigió la Trias Fargas, pasada a mejor vida bajo el acrónimo de CatDem, el patronato que bebía los vientos por Fèlix Millet y traspasaba a Convergència los fondos de empresas patrocinadoras del Orfeó Català. Así lo ha demostrado la sentencia reciente del juicio oral del caso Millet, más de una década después de declararse aquel sonado escándalo. Convergència ha sido declarada culpable, pero sus beneficiarios políticos, Pujol y Artur Mas, que doparon sus mayorías absolutas con dinero manchado, se han ido de rositas. Me dirán que Mas ya tiene bastante con el Supremo que le acusa de rebelión, al decir de Pablo Llarena. Mas es muchas cosas; un caragirat que evita el contagio de sus críticos, un delfín acomodado, un subido, sí; pero de rebelde tiene poco aquel chico que pasaba los veranos en Premià de Mar, que salía con Margarita García-Valdecasas (la hija segunda del rector magnífico en los años de molotov, palo y tententieso) y que vestía ternos pelo paja. El joven Arturo (así le llamaban en casa), con cuero cabelludo en casquete azabache, pudo ser un rebelde sin causa, que tampoco. Y más adelante, de causa na de na, como no sea la del soberanismo de salón que está a punto de darle un disgusto.

Los Colomines (Joan Ramon, el mayor, y Agustí, el pequeño), ambos de perfil afilado, sí tenían causa: se abonaron a esta cosa de la independencia, que es como trabajar en un colmado los domingos por la tarde con el Carrusel Deportivo de fondo y el sueño de la quiniela pegado en la cerviz. Un coñazo triste y altanero, con todo en contra, menos las sacristías, la ruta del Císter y los conventos benedictinos.

 

agusti colomines farruqo

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En el medio siglo (los cincuentas y sesentas), la impronta del desaparecido Colomines padre dio carta de naturaleza a uno de los gentilicios del nacionalismo de rectoría y Juegos Florales, consagrados en los entretiens bajo la Foradada de Cantonigròs, punto de encuentro de la viuda Tolrà y el abad Escarré, sin olvidar a otros, como al banquero Fèlix Millet i Maristany (padre del reo), el memoralista Maurici Serrahima y Josep Benet, abogado entonces afincado en Madrid, traspasado después a senador progre e historiador romántico, tan cerca de Soldevila como lejos de Vicens Vives. En el mismo interface nacionalista, sembraron Sarsanedas o Vila d'Abadal, intelectuales orgánicos de la Unió Democràtica del protomártir Carrasco i Formiguera (este sí, fusilado por Franco), todos con final feliz en la casa gran de Jordi Pujol.

Ahora, el profesor Agustí Colomines es uno de los Cinco magníficos (junto a Turull, Rull, Artadi y Eduard Pujol) que hacen apostolado con Puigdemont. Él espera que la tormenta amaine para recuperar su dignidad burocrática como responsable académico de la Escuela de Administración Pública de la Generalitat, la universidad indepe, que ha querido ser la réplica de la non nata (por falta de presupuesto) escuela afrancesada, modelo Enerca, que quisieron poner en marcha el gran Josep Maria Bricall y el president Tarradellas, en la Generalitat provisional. Pero de Colomines a Bricall hay un abismo, un trecho no apto para los lampantes de la patria. O mejor dicho, solo apto cuando reinen de nuevo el pilla pilla y la opacidad fiscal. Todo vuelve en el círculo de Spengler, donde habita prisionera la pulsión separatista. La tropa de la estelada, frágil reduccionismo del pasado, utiliza una mezcla de apostasía y posverdad (especialmente los magistrados Santi Vidal y Carles Viver i Pi-Sunyer) a la hora de salvar los muebles, excepto en el turno de la cupaire Mireia Boya, una mujer que practica ante los tribunales un culto etrusco a la verdad, herencia acaso de antecedentes hugonotes.

Colomines se amoldó al presente continuo de las tangentes entre el dinero y la gloria. Fue el cartero fiel de Millet: vio el tesoro pero, como aquel John Silver, el Largo, olvidó el nombre de su isla perdida

Ahora que el preciosismo ha desaparecido, nos conviene revolver los recuerdos tras los visillos. Hay más verdades sobre nosotros como pueblo en las cartas a plumilla de Tecla Sala, la citada viuda de los veranos bajo la clepsidra, que en los maquillajes historiográficos de 1714. Agustí Colomines estaba llamado a ser uno de los nuevos pensadores del catalanismo; a poner orden en el enjambre moral de un tiempo en el que la política como tentación ha ganado la partida a la reflexión. No ha sido así y tal vez porque en la cueva de Alí Babá se desvanece toda esperanza. En la épica del nacionalismo, la pillería ha sustituido al lenguaje, y cuando los hechos han revelado esa gran decepción, solo había una salida: el salto suicida hacia un objetivo inventado, fruto del resentimiento. Después de Puigdemont solo podrá florecer el desencanto. La UE, el solipsismo (así la llama Jordi Amat) de anhelos frustrados, es la única creencia en ruta hacia el futuro. El 2017 será recordado como el alfa y el omega de la República que predicó bienestar a cambio de paro, hogares sin ingresos, precariedad laboral, niños por debajo del umbral de pobreza y abandono escolar. La infumable esperanza republicana ha cruzado exclusión y ensueño. Los recortes presupuestarios del Artur Mas obediente con la derecha serán la única herencia.

Colomines despliega en El Nacional sus temores de que el Estado suprima los partidos indepes, tal como lo hizo en 2003 con Herri Batasuna. Se encomienda a Doniso en El nacimiento de la tragedia; preside fiestas tumultuosas y bacanales campestres; vive lejos de Apolo, padre de la epopeya, patrón de la estatua y ángel de la arquitectura. El historiador esgrime el miedo porque conoce su potencial destructivo. Él probó las mieles de la abundancia bajo la batuta del Palau. Se repite a sí mismo la cita de Nietzsche: "Hay que confiar en el caos para dar lugar a una estrella danzante". Tradujo las cartas de Millet a Del Pino, el entonces accionista de Ferrovial, pagano del Palau a través de la larga mano del reo que cumple prision, en dirección a los bolsillos de CDC, bajo la atenta mirada del poder con rostro humano. Colomines se amoldó al presente continuo de las tangentes entre el dinero y la gloria. Fue el cartero fiel de Millet: vio el tesoro pero, como aquel John Silver, el Largo, olvidó el nombre de su isla perdida antes de entrar en la posada del Almirante Benbow.