Antonio Domínguez Ortiz, al tratar sobre el enfrentamiento patriotas-afrancesados que se produjo entre 1808 y 1812, comentó que "como ocurrió en nuestra Guerra Civil, muchas veces fue el azar, la geografía, quien determinó la adscripción a uno u otro bando". En ambos grupos hubo convencidos, pero también oportunistas, resentidos, miedosos, despistados...

En una ocasión, un prestigioso archivero me refirió que su catalanismo antiespañol se fraguó en su adolescencia, en tiempos del tardofranquismo. En su memoria del seminario se agolpaban las vejaciones y los desprecios que sufrió a mano de sacerdotes españolistas, por el mero hecho de ser catalanohablante. En aquella conversación le comenté que siendo niño había tenido que soportar los insultos --y algo más-- de un cura catalanista, por la sencilla razón de ser hijo de inmigrantes castellanohablantes. El inolvidable mosén actuaba públicamente y en connivencia con la burguesía catalanista y franquista que gobernaba el pueblo a su antojo, lingüístico incluido. La marca Franco amparaba a todos los que tenían algo de poder, por pequeño que fuera.

Según la lógica racional del resentimiento de mi buen amigo, yo era un españolista anticatalán, aunque no me diese cuenta. No puedo negar que fue difícil domar aquellos pesares y enojos y que lo más fácil hubiera sido administrar ideológicamente esas vivencias con odio hacia lo catalán. Tampoco se puede ignorar que elevar la memoria de un individuo o de un grupo de ellos a categoría historiográfica y a fundamento ideológico es un error con graves consecuencias. Cuando se confunde memoria personal e historia el resultado puede estar muy cerca de la manipulación, bienintencionada o no, y al final es inevitable el conflicto, primero familiar y después comunitario.

Es necesario abandonar los resentimientos y, sin dejar de lado las diferencias, abogar por el respeto a la pluralidad y al disentimiento y por el conocimiento de la historia con todos sus matices

En los tiempos recios en que vivimos, con tantos dogmas enfrentados, es necesario abandonar los resentimientos y, sin dejar de lado las diferencias, abogar por el respeto a la pluralidad y al disentimiento y por el conocimiento de la historia con todos sus matices. Fue mi admirado Julio Caro Baroja el que se quejó de las obligaciones dogmáticas con esta expresión: "Crea usted, crea pero no moleste".

La imposición de credos coarta la libertad de expresión e impide la coexistencia de ideologías diferentes. La utópica convivencia la tenemos que dejar para otro momento. Sin libertad de conciencia y sin tolerancia es imposible cualquier forma de debate democrático con individuos que se empeñan en imponer su ideología totalizadora. Por si no fuera bastante, estos movimientos nacionalistas metonímicos se legitiman al amparo de la misma democracia. El colmo de la desfachatez es que uno de ellos se ha erigido en poseedor y administrador único de dicha virtud con eslóganes como "això va de democràcia".

Es justo reconocer que la clerecía nacionalcatalana dirige magistralmente a sus resentidos, no así la nacionalespañola que fracasó en el siglo XIX y que después del largo y desastroso paréntesis franquista ha acabado (menos mal) desnortada y atomizada. El pulso entre los resentidos fieles de Españistán y de Cataluñistán está siendo muy favorable a los segundos.

Tan fuertes y convencidos están que la casposa elite nacionalcatalana les ha planteado, por fin, el falso dilema resolutorio del nudo gordiano: "Tanto monta cortar como desatar". Hoy, día de la cumbre de Nadal, ha comenzado el último acto de esta tragicomedia sobre la leyenda de Gordión y la expansión imperial. Los espectadores o aplaudirán como fervorosos resentidos o se marcharán de la idiotizante representación, en la que Pujol ha sido el mesiánico pagès Gordias y Junqueras, actor principal, quiere ser Alejandro Magno. Fuera está la realidad, diversa y plural. Ustedes mismos.