Pensamiento

El instante C

19 marzo, 2014 09:06

Uno no acaba nunca de conocer del todo a quien cree conocer. Ferran Mascarell, por ejemplo. Yo trabajé con él, a sus órdenes, durante tres largos años. Fue en el Instituto de Cultura del Ayuntamiento de Barcelona, en las postrimerías del pasado siglo. Ya he hablado de ese periodo de mi vida en otra parte, por lo que no tendría mucho sentido que insistiera ahora en ello. Pero digamos que la experiencia fue positiva, aun cuando careciera de final feliz. Desde entonces no me he cruzado con Mascarell más que en un par de ocasiones, en la antesala de la cena de un premio literario y en el bullicio de un concierto de verano al aire libre, lo que no me ha impedido, claro está, seguir sus pasos. Por más que una relación se enfríe y hasta se congele, cuando uno ha trabado cierta amistad con una persona resulta muy difícil echarla a un lado, hacer como si jamás hubiera existido. Y, en especial, si se trata de un personaje público. Uno lo ve, lo oye y lo lee aquí y allá, y no puede por menos de prestarle atención.

No hay en sus respuestas ni una sola idea según la cual el Gobierno español tendría un plan para liquidar el Estado de las Autonomías. Por supuesto, como toda teoría conspirativa, sin base fáctica alguna

Este lunes, sin ir más lejos, El Punt Avui traía una entrevista con el actual consejero de Cultura de la que se hizo eco CRÓNICA GLOBAL. ¡Lo que ha envejecido este hombre, Dios mío! No, no me refiero a lo físico, que en eso vamos todos más o menos a la par, sino a lo mental. Es verdad que no es cosa de ahora. Muchos de los artículos publicados por Mascarell a lo largo de la última década ya evidenciaban esa decadencia. Pero lo de esta entrevista supera, a mi entender, cualquier registro anterior. No hay en sus respuestas ni una sola idea, más allá del reiterado lamento por el trato que el Estado ha dispensado a Cataluña y el recurso a la teoría conspirativa —a la que tan afectos son, por cierto, comunistas y excomunistas—, según la cual el Gobierno español tendría un plan para liquidar el Estado de las Autonomías. Por supuesto, como toda teoría conspirativa, sin base fáctica alguna.

El resto no es sino una larga sarta de tópicos. Mascarell ha tenido siempre una gran querencia por el lenguaje. Mejor dicho: por convertirse en creador de lenguaje, por ver reflejado en los titulares de prensa, o en lo que quede ya de ellos, algo nacido de su genio creativo. Hay que comprenderle. Les pasa a muchos políticos: les apetecería ser escritores, artistas —del mismo modo que estos últimos desearían a menudo ser políticos—. Pero en ese mundo al revés Mascarell les lleva a los demás unas cuantas brazas de ventaja. La entrevista nos ha dejado bastantes muestras de ello. Por ejemplo, eso de que —traduzco, claro— «la agenda catalana (…) tiene la fortaleza de la fuerza democrática». O eso de que «el proceso catalán», por basarse en «la razón de la democracia», se convierte en «imparable». O eso de que «la política catalana tiene que aprender a pensar en términos de hombres y de mujeres de Estado». O, en fin, esa guinda con que se cierra la pieza y que acaso el entrevistado ha ido guardándose para la despedida: «Todo cambiará en el instante C, en el momento del cambio».

Por lo demás, sus palabras evidencian una confianza ciega en el líder, en consonancia con aquella frase, tan sustanciosa, que el propio consejero pronunció en presencia de Artur Mas y de lo más granado de la intelectualidad nacionalista en vísperas de las últimas elecciones autonómicas: «¡Presidente, has hecho historia!». Pero no sólo en el líder. También en su posible recambio, de quien asegura en la entrevista que «está haciendo bien las cosas». Y es que si algo ha caracterizado en todo momento a Mascarell es su afán de poder. A cualquier precio, con cuantas renuncias —morales, intelectuales, éticas— sean menester para conservar su estatus. Recuerdo que en 2005, cuando unos pocos ciudadanos de Cataluña firmamos e hicimos público el manifiesto que daría lugar, andando el tiempo, a Ciudadanos, el entonces concejal de Cultura del Ayuntamiento barcelonés reunió a los cargos del Instituto de Cultura para advertirles de que ni se les ocurriera suscribir aquella hoja que ponía de chupa de dómine al nacionalismo y a toda la clase política catalana. Por supuesto, todos obedecieron y él fue elevado, al poco, al rango de consejero de Cultura. Ahora lleva ya más de tres años desempeñando de nuevo la misma tarea, si bien bajo otra bandera y criticando, sin rubor alguno, la política del Gobierno tripartito del que formó parte. Vivir para ver. En su descargo, téngase en cuenta que el hombre, presa de un irrefrenable embobamiento, también está convencido de haber hecho, por fin, historia.