Hace cincuenta años, España vivía un estado de excepción que duró varios meses, cientos de detenidos fueron puestos a disposición judicial o deportados, en enero moría el estudiante Enrique Ruano cuando le detenían… Eran tiempos de larga noche cuartelera, de un oprobioso callejón de los rencores, de totalitarismo y represión, al tiempo que de aspiración por la democracia. ¿A que jugarían entonces los niños Quim y Carles que apenas tenían seis años? ¿Cuáles serían sus anhelos? Los decenios les hicieron presidentes sucesivos de la Generalitat. Entre ambos han conseguido convertir el Parlamento de Catalunya en un ente inerme e inoperante, a cuyas decisiones y sugerencias hacen caso omiso, salvo que convenga a sus intereses.

No hay más que ver lo ocurrido la semana pasada con la resolución que instaba al President por delegación a convocar elecciones catalanas o a someterse a una moción de confianza. Tal vez por exceso de autoritarismo heredado, quizá por falta de convicción democrática o por ambas cosas. En todo caso, por carencia de sentido institucional: le importa un bledo lo que diga el Parlament, sometido al arbitrio de su voluntad. Puigdemont y Torra han contribuido decisivamente a escindir Cataluña y volver a meter España en la dinámica diabólica de izquierda y derecha. Sin duda, no son los únicos responsables, pero se lo han puesto demasiado fácil a los aficionados a la confrontación.

A lo largo de la historia, los revolucionarios han querido siempre conquistar el poder. Aquí, sin embargo, los líderes del procés tenían el poder y pusieron en marcha un proceso como para perderlo. Querían ganar la independencia y están rayando la posibilidad de perder la autonomía. La revolución de las sonrisas se ha trucado en una mueca y va camino de mutar en un estado de melancolía permanente. Ya no se ríen ni entre ellos. Al contrario, son protagonistas y víctimas de una lucha cainita por el pastel electoral que les corresponde. Por más que se empeñen, todas las encuestas confirman que la situación está bloqueada: los datos de unionistas y soberanistas están clavados desde hace tiempo, con variaciones de apenas unas décimas.

En las próximas semanas podremos ver hasta dónde llega el cansancio de unos y el hartazgo de otros. Las elecciones sirven, sobre todo, para poder contarnos. En breve sabremos cual es el índice de seny, de sensatez, de los catalanistas que en su día dieron vida a aquello que se llamó Convergencia Democrática, de eso que se ha convenido en llamar Sociedad Civil o de la loada burguesía catalana, si es que queda. ¿Optarán por la continuidad del delirio o tomaran nuevos derroteros y preferirán inclinarse por el llamado voto útil? Huérfanos políticos los hay de todos los colores. A la vista del panorama, hasta el ex conseller de economía, Andreu Mas-Colell, insinuaba hace un par de meses la eventual utilidad de votar a Pedro Sánchez, si conviene.

Una vieja máxima proclamaba que las elecciones se ganan en el centro. El problema es saber en dónde está ahora ese espacio. Ni en Cataluña ni en España hay transferencia de votos entre bloques. Todo se juega, en cada caso, en el seno de cada uno de ellos como en un ejercicio de vasos comunicantes. Es un mal que ha afectado a todos: izquierda, derecha, unionistas e independentistas. Por eso la pelea es más cainita entre bloques y dentro de los mismos. Hace unas semanas, un vendedor ambulante clamaba en El Hospitalet de l’Infant (Tarragona), para llamar la atención de los compradores, “!Ropa de Almería, se roba de noche y se vende de día¡”. Un eslogan como cualquier otro propio de la más pura picaresca, que la provincia andaluza no se caracteriza por tener una potente industria textil precisamente. En política, las cosas son más complejas.

Hay una regla de oro del marketing: antes de lanzarse a conquistar nuevos clientes ampliando el mercado, es preciso fidelizar los existentes. Los momentos electorales exigen estar atento a la fidelidad de los votantes y mantener la lealtad hacia ellos, para evitar la diáspora. Está claro que ahora pesa más la marca que el candidato. ERC y Junts per Cat se apuñalan sin piedad cuánto y cómo pueden: la única cosa que tienen en común es la mística nacional. El PSOE compite básicamente con Podemos y la abstención. Las victorias del PP están muy determinadas por la falta de movilización de la izquierda y Vox hará un roto a los populares, más por lo que les reste que por lo que ganen ellos mismos. La situación es tan extraña que, en Barcelona, el candidato de más edad (Ernest Maragall) a la alcaldía es el que tiene hoy por hoy una mayor bolsa de público joven; mientras que el PSC encuentra su mayor soporte electoral por encima de los 55 años (y sobre todo de los 65), antiguos votantes felipistas podríamos decir, reflejo del PSOE y los años pasados, nacidos fuera de Cataluña y producto de la emigración.

A nadie le gusta perder. La tendencia es siempre ponerse del lado del que gana. El voto al perdedor es dudoso y escasamente atractivo. Y eso tendrá su reflejo en esta ocasión en las elecciones municipales, una vez superado el trámite de las generales. Si no, con la inestimable ayuda de Ada Colau y sus vídeos, acabaremos creyendo que las élites extractivas son los dentistas.