El lunes se celebrará el pleno de investidura en el Congreso de los Diputados. Sánchez, designado por el Rey para ser elegido presidente del Gobierno, deberá contar con una mayoría absoluta o simple --en segunda votación-- de la Cámara baja. A estas alturas no resulta claro si tendrá los apoyos necesarios, aunque en caso de fiasco contaremos con otros dos meses para intentar nuevas consultas y negociaciones antes de que el Rey disuelva las Cortes y convoque elecciones. Si llegáramos a dicho escenario, estaríamos ante otro fracaso político, sobre todo si tenemos en cuenta que las investiduras en algunas Comunidades Autónomas tampoco van por buen camino (Murcia, Madrid, Aragón, La Rioja).

Las noticias sobre este bloqueo negociador coinciden con las previsiones de crecimiento económico de la Comisión Europea: España lo hará al 2,3%, por encima de la media comunitaria. También con las encuestas del CIS que apuntan que los políticos se han convertido en un problema grave para los ciudadanos, algo que no había ocurrido en nuestros 40 años de democracia. A nada que se descuiden los partidos, se encontrarán con la sorpresa de que la sociedad española ya no les necesita: pareciera que en nuestro país estuviéramos ante una versión bien acabada del "gobierno de las cosas" que tanto marxistas como neoliberales pergeñaron en algún momento del fin de la historia. A esta fusión de extremos la llamó Alain Supiot las “bodas del comunismo y el capitalismo”.

En tal sentido, me sigue sorprendiendo la poca atención que prestamos a la autorregulación de las sociedades complejas. Bueno, en realidad es una sorpresa relativa: los mandarines universitarios se han pasado mayormente la vida reivindicando el valor de la política y criticando la burocracia o la capacidad de las instituciones privadas para resolver problemas públicos. Desde este punto de vista, bien podría decirse que nuestra clase política, incapaz de salir de los márgenes de la teatrocracia que ella misma ha creado, también cabalga sobre fenómenos que en algunos casos viene a combatir, como el libre mercado y sus perversos efectos. Con fina ironía Lamo Espinosa decía recientemente que Rajoy había sido el último gobernante marxista, al dedicar toda una legislatura y recursos a superar la crisis económica.

Hago esta reflexión mientras leo los Discursos políticos del New Deal de Roosevelt, recientemente publicados por el dúo editor al que más debe el pensamiento español, Tecnos y Eloy García. No es difícil percibir el cambio fundamental que se ha producido en la política desde aquellos días en que la emergencia real era sacar de la pobreza a millones personas, dar trabajo a parados y resolver el caos económico producido por el Crack de 1929: de medio para resolver problemas que afectan al conjunto de la sociedad, a dispositivo para encontrar conflictos que permitan el ejercicio de nuevas modalidades de poder. Se ha disuelto el significado de libertad política y ha sido sustituido por una nueva moralidad que permite a los ciudadanos encajarse en los distintos segmentos del victimismo y las guerras culturales en marcha.

Esta transformación explica en parte el proceso para investir a Sánchez: tanto él como su partido han utilizado con habilidad los medios a su alcance para crear chivos expiatorios a los que atribuir la culpabilidad en lo atinente a una posible nueva convocatoria electoral. No por nada el socavamiento simbólico al que han sido sometidos Rivera y Cs por no apoyar de una forma o de otra al candidato socialista, alcanzó su cenit durante las marchas del orgullo gay. Estas batallitas identitarias, vehiculadas a través de redes sociales y medios periodísticos entregados al poder, son posibles porque la administración pública y el mercado suplen --¿hasta cuando?-- el trabajo que correspondería realizar en gran medida a políticos. La historia, al fin, convertida en un depósito donde partidos y líderes puedan verter sus contradicciones ideológicas sin mayor coste o responsabilidad.

Y dicho esto, espero que tengan ustedes unas felices vacaciones.