El pasado 15 de junio, el Consell de l'Audiovisual de Catalunya, el CAC, se posicionó a favor de TV3 frente a 87 quejas que recibió este organismo por el uso del término exilio. En las quejas, se exponía que este término no podía aplicarse a personas como Marta Rovira y otras del anterior Gobierno cesado porque éstas habían abandonado el país de forma voluntaria para eludir procesos judiciales y no por una persecución política. Según el CAC, el uso sí podía aplicarse porque encajaba en las definiciones del Institut d'Estudis Catalans --expatriación, voluntaria o forzosa, especialmente por motivos políticos-- y de la Real Academia Española --separación de una persona de la tierra en que vive--.

La conclusión del CAC era que el uso que se hacía del término en TV3 era correcto porque lo hacía sin determinar si la expatriación era voluntaria o forzosa y sin establecer si los motivos eran o no políticos.

Más allá de la discusión semántica que podamos tener sobre el uso de este término, se hace difícil de entender que los millones de descendientes de republicanos que tuvieron que marchar del país a partir de 1936, pero especialmente con el fin de la Guerra Civil en 1939, compartan el punto de vista de que la situación de sus padres, madres, abuelos y abuelas, es comparable a la de Marta Rovira, Carles Puigdemont o Toni Comín.

En nuestro imaginario social, el término exilio está indefectiblemente asociado a las imágenes de miles de personas atravesando la frontera en medio de la nieve, cargando enfermos y heridos, rodeados de miseria y desesperación. O a barcos como los que trasladaron personas famélicas a los puertos mexicanos donde el Gobierno de Lázaro Cárdenas abrió generosamente las puertas a los perseguidos por el régimen franquista. También a experiencias como el Winnipeg de Pablo Neruda que rescató a dos mil republicanos, muchos sobrevivientes de campos de concentración deplorables como el de Argelès Sur Mer.

¿Es legítimo comparar las situaciones extremas que sufrieron aquellas personas que apoyaron la República hasta el final con las que atraviesan los políticos catalanes que han abandonado el país?¿Y la represión de la dictadura franquista con lo que se vive hoy en España?¿Las imágenes de la casa de Carles Puigdemont en Waterloo tienen algo que ver con las de Antonio Machado falleciendo en una pensión de Colliure?¿Y con las de personas hacinadas en Argelès?

Tanto el uso del término exilio, como la expresión “presos políticos”, representan una banalización del sufrimiento de millones de personas que han padecido o todavía padecen verdaderas situaciones de violencia política. Por ejemplo, Jorge Contreras Alday, un chileno que estuvo hace pocas semanas en Barcelona presentando su libro Ni olvido ni perdón, en el que explica su exilio en Suecia tras sobrevivir a seis campos de concentración y cuatro centros de tortura de la dictadura chilena. Un relato que fue escuchado por un público emocionado porque muchos de ellos y ellas, o sus familiares, habían atravesado situaciones similares en manos del régimen franquista y sentían su sufrimiento como propio.

No estaría de más recordar también que el exilio en España y Cataluña estuvo encarnado en su inmensa mayoría por personas sencillas, honestas, comprometidas con los valores solidarios de la República que no formaban parte de ninguna oligarquía rural o urbana como aquellas de las que sí forman parte los políticos y políticas a las que TV3 califica de exiliados.

¿Alguien puede con sinceridad comparar al exconseller Toni Comín con Salvador de Madariaga? ¿O a Carles Puigdemont con Josep Tarradellas?

México y los otros países que acogieron al exilio español no se cansan de repetir que éste representó una fuga de cerebros que empobreció la vida cultural local y enriqueció la de los países de acogida que recibieron a personajes como Luis Buñuel, María Zambrano, Rafael Alberti, Remedios Varo, Anselmo Carretero o Manuel Azaña.

No parece, sin embargo, que nuestra vida intelectual se haya empobrecido estos últimos meses. Ni que se haya enriquecido la de los países donde se encuentran residiendo los exmiembros del Gobierno catalán. Se hace realmente difícil también establecer una comparación entre la densidad ética e intelectual de Manuel Azaña y alguien como Clara Ponsatí que afirma con una sonrisa en los labios que el procés era un farol.

Los términos exilio y presos políticos tienen que dejar de ser utilizados y tergiversados en Cataluña por parte de aquellos grupos y formaciones que defienden un determinado posicionamiento político. La adopción por parte de los medios públicos de este vocabulario no hace más que posicionarlos con una parte de la sociedad catalana y alejarlos de la necesaria neutralidad e imparcialidad que se espera de ellos. Así lo constatan en el acuerdo del CAC los votos particulares de las consejeras Carme Figueras y Eva Parera. Ambas afirman además que estas conductas contribuyen a normalizar un discurso que no se ajusta a la realidad y que puede llevar al absurdo de validar y consolidar en nuestra televisión pública conceptos como “gobierno legítimo en el exilio” que lógicamente no tienen cabida en nuestra democracia.

No avanzaremos en la solución de la grave crisis política y social catalana mientras utilicemos episodios dolorosos de nuestra historia para validar un determinado proyecto político, por legítimo que éste nos parezca. No avanzaremos tampoco si los medios públicos se entregan a una causa partidista olvidando que Cataluña somos todos y todas, no sólo los que llevan una chapa que dice "Libertad presos políticos".