El hecho de que el impropiamente llamado problema catalán --el problema es el nacionalismo-- somatice el actual proceso electoral contrasta con el hecho de que en el conjunto de España esa circunstancia solo ocupa el décimo lugar como preocupación ciudadana, según el CIS. Así, mientras la campaña para las elecciones legislativas desplaza su eje de lo general a lo particular, vemos que para la opinión pública el independentismo catalán representa un hartazgo insufrible. Mutatis mutandi, lo mismo ocurre con más de la mitad de los ciudadanos de Cataluña, de cada vez más saturados por el procés.

No es una cuestión únicamente demoscópica: al dejar que las ilegalidades del procés coarten y monopolicen la campaña es como si pusiéramos en duda la fortaleza del Estado cuando lo que vemos en el Tribunal Supremo es que, después de que los procesados minimizasen el intento de secesión a la categoría de merienda campestre, el bloque testifical viene a subrayar que existió un plan y que las responsabilidades son aparatosas. En fin, no parece políticamente saludable que la irracionalidad del independentismo secuestre unas elecciones generales en las que habría que hablar, por supuesto, del riesgo secesionista pero a la vez de la posibilidad de una crisis económica, las disfunciones del sistema educativo o los pros y contras de la inmigración sin control.

Delimitar la campaña electoral a los riesgos que implica el secesionismo catalán es dejar de lado el amplio territorio de deliberación pública que es España a la hora de votar el Congreso de los Diputados. Son riesgos reales pero no debieran concentrar toda la dialéctica electoral en un segmento de la realidad porque son unas elecciones para el conjunto de España y conciernen a Cataluña como componente de España. Ahí es grotesco que el independentismo que decía o sí o sí siga optando a escaños en la Carrera de San Jerónimo y en el Senado. No son pocos los problemas e incertidumbres de España en esta hora electoral. La experiencia indica que al solventar unos aparecen otros pero algunos problemas no tienen una solución definitiva. Evidentemente, el problema del nacionalismo catalán no menguará hasta que sea reducido en las urnas y se dé un cambio en el sistema de opinión de Cataluña. Con el orden constitucional y el pluralismo. No hay soluciones exprés e incluso existe la posibilidad de que se complique si vamos a un nuevo gobierno de Pedro Sánchez con el apoyo parlamentario de, por ejemplo, Esquerra Republicana.

Los problemas son ciertos, aunque su reflejo mediático esté sobredimensionado, y sin embargo no es ineluctable que exista lo que consideraba anomalía histórica de España. Al cotejar España con su contexto europeo, fácilmente se constata que no somos un país con una inestabilidad específica. Además, el Estado no es de cartón. Por eso la idea de una España a punto de romperse todos los días tiene más de psicosis que de evidencia terminal.