No hay ninguna regla escrita sobre preeminencia alguna de Francia y Alemania en la construcción europea. Al contrario, el artículo 4 del Tratado de la Unión reconoce la igualdad de los Estados miembros ante los tratados y la obligación de respetarla.

Pero el origen de la construcción europea, su necesidad primaria, se halla en la superación de la funesta rivalidad entre Francia y Alemania en los siglos XIX y XX, que arrastró al resto del continente. Aquel propósito inicial, traducido en el impulso constructor de ambos países, se ha mantenido a lo largo de los casi setenta años que llevamos de construcción europea.

La posición conjunta de Francia y Alemania en esa tarea histórica --posición que tampoco habría que idealizar, porque ha habido entre ellos importantes diferencias (paralizantes), lo que hace aún más meritorio el acuerdo franco-alemán-- ha comportado beneficios para ambos, pero también la enorme responsabilidad de saber que si no se mueven, cuando las circunstancias lo exigen, se pone en riesgo todo el edificio, cuyo desmoronamiento arrastraría a Europa entera.

Estamos ante una de esas circunstancias. Los movimientos estratégicos de Estados Unidos, China, Rusia, Turquía, Irán..., los cambios estructurales globales, la acuciante cuestión migratoria, la necesidad de reforzar la zona euro, la urgencia de dotar a Europa de un verdadero pilar social y de sentar las bases de una defensa común efectiva, obligan a Europa a moverse sin más dilaciones.

Francia y Alemania han tomado de nuevo la iniciativa, esta vez en condiciones particularmente difíciles por los cambios y posicionamientos que se están produciendo internamente en la Unión: el Reino Unido prácticamente fuera y gobiernos directa o indirectamente populistas en Italia, Austria, Hungría, Polonia, República Checa, Eslovaquia, aupados al poder por la instrumentalización de la presión migratoria, entre otras razones de índole nacional en cada Estado. Habrá inevitablemente una Europa a distintas velocidades, sin que ello sea por fuerza negativo, siempre que el avance de unos quede abierto a la incorporación de otros, como es el caso ahora de Schengen y del euro.

En este contexto, la vuelta (política) de España a Europa, el alineamiento con el eje franco-alemán del Gobierno español, anunciado por el presidente Pedro Sánchez, adquiere una especial significación, tanto por la ampliación del eje en sí como por el peso que aporta España, cuarta potencia económica de la Unión (sin el Reino Unido), además de su valor histórico-cultural en Europa y en el mundo. Es una gran oportunidad para España compartir con el eje franco-alemán la responsabilidad de mover a Europa. Se redondearía el efecto reequilibrador de la iniciativa española, si a ella se sumara Portugal.

El protagonismo europeo de España tiene otra virtud: poner aún más en evidencia, si cabe, lo absurdo y ridículo de la agitación independentista local.