Esa costumbre de hacer que la primera sesión de un Parlamento la presida el diputado de más edad, o sea el más viejo, deber tener sus cosas buenas, pero también unas cuantas malas. Entre éstas, sin duda la más peligrosa es que el viejo ya no esté mucho en sus cabales y aproveche que tiene la palabra para soltar las barbaridades propias de su estado. Es lo que sucedió con Ernest Maragall en la constitución del Parlament catalán, cuando, quizás molesto porque la sesión le interrumpió la sacrosanta siesta o la partida de dominó, empezó a hablar de “represión”, de “presos políticos” y de “falta de normalidad democrática”, creyendo sin duda que se encontraba en el bar del asilo perorando ante las abuelas, en lugar de presidiendo la sesión inaugural de Parlament. Cabe alegar en su defensa que al celebrarse dicha sesión en una sala anexa del recinto parlamentario y no en el hemiciclo, es normal que un anciano se desoriente y acabe sin saber dónde se encuentra. De ahí que, como decíamos al inicio, sea peligroso eso de la mesa de edad.

La culpa, quede claro, no es del yayo Maragall, que no hace más que cumplir lo que se espera de alguien de sus años puesto ante un micrófono: decir lo que le sale de las narices, venga o no venga a cuento. La culpa es de quien lo sacó del sillón de orejas donde estaba dormitando y lo colocó en la presidencia así, de sopetón, sin darle unas horitas para recomponer el cuerpo y sobre todo la mente. Por supuesto que no todos los abuelos tienen las dificultades cognitivas de Maragall, que los hay de perfectamente lúcidos, lo que unido a su experiencia vital los convierte en valiosos ciudadanos y ejemplares presidentes de lo que sea, incluso del Parlament catalán. Pero el bueno de Ernest Maragall ya había dado sobradas muestras de que no es de éstos, así que colocarle de president, aunque sea por una sola sesión, no sólo era arriesgado sino una crueldad innecesaria con ese hombre. Una cosa es ponerle en las listas electorales porque el apellido pesa y después puede tirarse cuatro años sesteando en un escaño sin molestar a nadie, y la otra es exponer sus limitaciones en público.

No alcanzo a comprender qué ventajas tiene poner a presidir la sesión inaugural al más viejo del lugar, en lugar de, por ejemplo realizar un sorteo entre todos los diputados. El mismo mérito tiene quien ha nacido antes que los demás, que el diputado que haya sacado la pajita más larga, suponiendo que ese sea el método establecido por el Estatut para ese tipo de sorteos. Y en cambio, las posibilidades de que la primera sesión la presida alguien que --vamos a ser correctos-- ya dejó atrás sus días más lúcidos, aumentan exponencialmente si se sigue la costumbre de premiar a quien nació antes que los demás, lo cual, encima, no deja de ser algo tan azaroso como sacar la pajita larga. Sí, ya sé que a la hora de la comida también ponemos a presidir la mesa al abuelo, ni que sea para que entre todos vigilemos que no se atragante con un hueso de pollo, y bien contento que se pone, ahí, en la cabecera. Pero en cuanto empieza a desvariar, lo mandamos a la cama, cosa que no se hizo el otro día con Maragall, y --según la rumorología-- no será porque en el Parlament no haya camas dispuestas a acoger diputados.

Uno cerraba los ojos el otro día, y más que a un presidente de Parlament, le parecía estar escuchando al señor Casamajor creado por Xavier Sardà, en alguno de aquellos programas que se hacían con público. Yo creo que a Maragall, como al señor Casamajor, no debe tomársele en serio, no es más que una parodia de sí mismo, colocado ahí para diversión de resto. Aquel hombre que hacía como que chocheaba no puede ser real, en cualquier momento se va a erguir, se sacará las cejas postizas y la peluca canosa, y adquirirá un tono de voz normal. Entonces descubriremos que era Toni Albà.