La confusa declaración de independencia, inmediatamente suspendida, por parte del president Carles Puigdemont en la sesión del Parlament del pasado martes 10 de octubre es una metáfora de lo que ha sido y sigue siendo el procés. Una metáfora que encierra en ese acto todas las apariencias y las mentiras del procesismo. Para decirlo en palabras de Josep Borrell, Puigdemont evitó la tragedia para continuar con la comedia.

En primer lugar, el president declara la independencia únicamente asumiendo "el mandato de que el pueblo de Cataluña se convierta en un Estado independiente en forma de república" tras presentar a la Cámara los números del referéndum del 1 de octubre, una consulta celebrada sin ninguna garantía y cuyos resultados no fueron ni validados por los supuestos observadores internacionales invitados por la Generalitat. A continuación, propone que "el Parlament suspenda los efectos de la declaración de independencia" para emprender mientras tanto "un diálogo sin el cual no es posible llegar a una solución acordada".

Todo ello se escenifica en plan Juan Palomo --"yo me lo guiso y yo me lo como"--, ya que no se somete a votación de la cámara. Por no haber, ni siquiera el president considera necesario responder en turno de réplica a las intervenciones de los portavoces de los distintos grupos parlamentarios.

Para decirlo en palabras de Josep Borrell, Puigdemont evitó la tragedia para continuar con la comedia

En segundo lugar, lo que sería verdaderamente una declaración de independencia, con sus pronunciamientos solemnes tipo "constituimos la República catalana como Estado independiente y soberano, de derecho, democrático y social", se suscribe al margen del hemiciclo, una vez terminada la sesión parlamentaria. En el papel que firman los miembros del Govern y los 72 diputados independentistas se dispone la entrada en vigor de la ley de transitoriedad jurídica; se pone en conocimiento de la comunidad internacional y de la UE la constitución de la República catalana, a quienes se insta a hacer un seguimiento de unas hipotéticas negociaciones con el Estado español; se apela al mundo a que reconozca la "República catalana como Estado independiente y soberano", y se insta al Govern "a adoptar las medidas necesarias para hacer posible la plena efectividad de esta declaración de independencia", entre otras consideraciones.

Es decir, lo que a las 19.37 horas ha quedado suspendido, a las nueve de la noche los diputados instan a que se cumpla. Pero el truco, la trampa, consiste en que esta declaración de independencia, redactada según los estándares al uso, aunque llena de mentiras en su preámbulo, no tiene ningún valor jurídico. De nuevo el reino (o la república) de las apariencias.

Con esta declaración unilateral de independencia (DUI) suspendida o en diferido, Puigdemont y los asesores que le convencieron del frenazo pretendían pasarle la pelota a Mariano Rajoy para que aceptara un diálogo sobre la secesión o aplicara el artículo 155 de la Constitución y optara por la línea dura sin más espera. Pero Rajoy fue esta vez inteligente y, con una respuesta a la gallega (diga si ha declarado o no la independencia), devolvió la pelota al tejado de Puigdemont, adoptando una posición prudente y rechazando el primer impulso de creerse la DUI, a la vista seguramente de las reacciones de decepción en las filas independentistas más radicales.

Rajoy fue esta vez inteligente y, con una respuesta a la gallega (diga si ha declarado o no la independencia), devolvió la pelota al tejado de Puigdemont, adoptando una posición prudente y rechazando el primer impulso de creerse la DUI

Solo había que ver las caras de los concentrados ante el parque de la Ciutadella para comprobar que el independentismo más combativo encajaba mal la suspensión y, por tanto, no daba crédito a la declaración. El cabreo se extendió como la pólvora entre los teóricos más hiperventilados del independentismo, partidarios de aplicar la DUI efectiva y que pocos días antes habían pronosticado que la peor solución era la que finalmente Puigdemont decidió. Alguno de ellos ha llegado a escribir que Puigdemont era en realidad el artículo 155.

Esta decepción, como era previsible, se ha transmutado en presiones por tierra, mar y aire para que el president responda el lunes que sí que declaró la independencia al requerimiento aclaratorio enviado por el Gobierno de Rajoy y levante la suspensión. ERC, la ANC y la CUP someten al presidente de la Generalitat a un pressing incesante para que venza las resistencias de su partido, el PDeCAT, y de personalidades como el expresidente Artur Mas, que parecen haber inspirado la pausa.

Pese a lo que digan los teóricos del "cuanto peor, mejor", las razones del frenazo son poderosas, desde la falta de apoyo internacional hasta la desbandada en el mundo económico, que amenaza con graves repercusiones en la economía catalana y española. Lo que los optimistas mentirosos pronosticaron que no ocurriría --que ningún banco ni ninguna empresa se irían-- ha sucedido. Primero fue la sede social y después la fiscal y ahora se abren ya serias dudas sobre si las empresas fugadas, más de 500 desde el 1-O, volverán algún día. El precedente de Quebec no invita al optimismo.

El pánico empresarial y algunos tratamientos informativos tienen, sin embargo, el inconveniente de que con su actitud otorgan credibilidad a la DUI cuando, aunque la declaración se apruebe de forma efectiva, eso no significará ni mucho menos que Cataluña vaya a ser independiente. Para que un Estado sea independiente no basta con proclamarlo. Es necesario que la comunidad internacional, y en primer lugar el Estado del que se separa, lo reconozca como tal. Y eso está muy lejos de producirse.