En estos tiempos en que apenas sabemos si sobrevivimos o sobremorimos, nos han regalado una hora. Como nos la sustrajeron hace siete meses, en condiciones normales, sería una buena noticia. Pero, con lo que hay que ver, un día de 25 horas no sé si es una broma pesada. Muchos se habrán levantado como si fuera ayer, quizá por no saber cómo será el mañana. Lo mejor sería ignorar a los que nos regulan la vida y cantar con Ketama aquello de “No estamos locos / Que sabemos lo que queremos / Vive la vida / Igual que si fuera un sueño”. Lo que pasa es que muchos acabarán o acabaremos, que tampoco es cosa de ponerse estupendo, con una especie de pedrada en la cabeza de consecuencias impensables y tontos hasta para soñar.

Administrar esta crisis múltiple es, sin duda, tarea compleja. Pero lo más complicado será gestionar el estado de ánimo colectivo, prácticamente masacrados en un campo de batalla de desolación e incertidumbre. En realidad, se trata de una etapa de desánimo y ansiedad generalizada. Campa por sus fueros una sensación de estar ocho meses atrás, de teletrabajo, teléfono y conexión telemática, sea por Zoom, Teams o tam-tam. Hay una enorme carga emocional de miedo por lo pasado y por lo que queda por sufrir que puede empujar hacia un país bloqueado, paralizado y afectado por una especie de estrés postraumático.

“La humanidad se encuentra en un estado deplorable”. Así empezaba Carlo M.Cipolla su obra Allegro ma non troppo de 1988, que debería ser de lectura obligada, sobre “las leyes fundamentales de la estupidez humana”. A saber lo que podría decir ahora, porque el virus es tan invisible como la estupidez. El problema estriba en que el primero puede ser detectado, pero lo segundo es más complejo de identificar. En tiempos de la peste medieval, los infectados eran fácilmente reconocibles por los estigmas de la enfermedad. La pena es que la estupidez no se manifiesta en forma de E grabada en la frente, como una mácula, que los afectados no puedan verse ni mirándose al espejo. Mucha gente no se atrevería a salir y las calles quizá estuviesen medio desiertas por temor a ser reconocidos.

Hemos inaugurado el horario de invierno con un estado de alarma políticamente ergonómico para cada comunidad autónoma, que el Gobierno querría prolongar hasta mayo de 2021, para que cada cual haga de su capa un sayo. Es una mala señal de cómo estamos. Servirá para saber qué comunidad la tiene más larga --la tarde, claro--, con un toque de queda recomendado a las once de la noche, pero que puede oscilar entre las diez y las doce. Sin olvidar los problemas interterritoriales con la movilidad entre comunidades: tú abres y yo cierro; abrimos los dos, yo cierro y tú abres; cerramos los dos. Alternativas que aventuran un farragoso escenario.

La Generalitat de Cataluña ha decidido iniciar el toque de queda a las diez de la noche. A buen seguro que cantidad de madres de adolescentes están clamando irónicamente “¡ay… qué pena más grande!”, en modo folclórica, porque los retoños volverán pronto a casa. Ya veremos qué se hace en otros sitios. Administrar el tiempo, con nuestra cultura del ocio, de horarios que están lejos de los que prevalecen o son habituales en nuestro entorno europeo es una decisión embarazosa. El Gobierno ha dejado una horquilla de dos horas, trasladando la decisión a las comunidades autónomas en eso que ha llamado “liderazgo compartido” el presidente, Pedro Sánchez. Una forma como otra cualquiera de eludir el problema de asumir la responsabilidad. Con la oposición que tiene enfrente, podría incluso entenderse.

Ya lo dijo Benjamin Franklin, uno de los padres fundadores de los USA: “No hay peor decisión que la indecisión”. Algo que vale tanto para un gobierno como para una empresa. Dispersar las decisiones o repartir responsabilidades puede ser entendible dentro de una estrategia política; pero tiene una imposible justificación cuando se trata de gobernar eficazmente. Ya vivimos una experiencia centrifugadora con lo que se llamó “desescalada”, que se ha traducido en un ascenso imparable hacia la segunda oleada. Aquello fue un fracaso que hasta el presente nadie ha reconocido. La experiencia no es nueva: Daniel Defoe lo describe en Diario del año de la peste que asoló Londres en 1665. Además de aludir al rostro de “aflicción y tristeza” de los ciudadanos, recuerda su regreso a las calles: “Fue entonces cuando las gentes abandonaron todas las precauciones, demasiado pronto”.

Se ha puesto de moda mutualizar los riesgos, en el sentido de compartirlos, aunque sean decisión de los gobiernos. Lo ha hecho la Generalitat con los alquileres de los locales de restauración en Cataluña, interviniendo en el mercado para forzar su reducción, haciendo recaer en los propietarios una decisión del Govern. Solo falta que se haga realidad la posibilidad de cierre de colegios con que admite reflexionar la Generalitat, con el consiguiente desbarajuste familiar, empresarial y económico que ello puede suponer. Con mirar alrededor y consultar a quienes tienen hijos en edad escolar, ya se aprecia que algo está pasando; y no precisamente bueno.

Ante los tiempos que se avecinan, quizá podamos ponernos el mundo por montera y refugiarnos en aquella canción de aire resignado y gran dosis de masoquismo que popularizó Bobby McFerrin: Don´t worry, be happy. El que pueda y tenga estómago.