El fabricante catalán de tejido elástico Dogi torna esta semana a ser noticia. Y no por motivos satisfactorios. Resulta que la auditoría que tiene encomendada la revisión de las cuentas ha aflorado unas pérdidas extraordinarias de casi 6 millones. El quebranto acarrea un impacto directo sobre el patrimonio de la empresa y deja a ésta incursa en causa de disolución.

El fondo madrileño Sherpa, accionista mayoritario, ha tenido que adoptar unas medidas de urgencia. La principal de ellas entraña la conversión de una línea de crédito de 6,4 millones en un préstamo participativo. Tal crédito pasa a contabilizarse como parte integrante de los fondos propios y de esta forma Dogi elude por ahora el peligro de la liquidación.

Es ésta la postrera tentativa que se realiza para tratar de revivir la empresa. Pero Dogi parece condenada a no escapar del fondo del pozo.

Dogi parece condenada a no escapar del fondo del pozo

Su historia reciente no puede ser más agitada. Pivota sobre dos acontecimientos descollantes. El primero es la salida a bolsa, efectuada en 1998. El segundo sobreviene once años después cuando Dogi presenta un expediente de suspensión de pagos.

El salto al parqué se articula como suele hacerse en casos semejantes, o sea, tras una formidable campaña publicitaria que divulga la vida y milagros de Dogi por toda la península.

Con su estreno bursátil, el propietario José Domènech suelta un pelotazo de 22 millones. Años después da otro al deshacerse de la vetusta fábrica de Dogi en El Masnou, ubicada en pleno casco urbano. Para ello, se obra el “milagro” de la consabida recalificación urbanística. Por este trasiego, Domènech ingresa otros 24 millones, dado que la planta fabril no pertenecía a la sociedad, sino a su patrimonio privado.

Los primeros años de cotización en el mercado bursátil transcurren con placidez. Pero con el advenimiento del nuevo milenio, la racha se trunca. Comienza entonces un reguero inacabable de pérdidas que todavía no se ha frenado.

Los cambios en la dirección de la casa se desatan a ritmo trepidante. Richard Rechter, el director general que orquesta la irrupción en el mercado de valores, propina su particular petardazo. Vende sus acciones, por las que ingresa 6 millones limpios de polvo y paja. Toma el dinero y poco después se larga con viento fresco. En 2014 regresa al consejo y hoy sigue formando parte de él. 

El volumen de las pérdidas acumuladas asciende a la impresionante suma de 208 millones. Y las ventas reflejan una mengua del 80% desde los máximos de comienzos del milenio

A Rechter le sucede Francisco Reynés, actual presidente ejecutivo de Gas Natural Fenosa, y hasta hace poco vicepresidente y consejero delegado de AbertisReynés es el artífice de la desafortunada expansión asiática de Dogi. Tiene la infeliz ocurrencia de comprar al gigante norteamericano Sara Lee, por 50 millones de euros, una batería de plantas fabriles desperdigadas por Extremo Oriente. La operación resulta desastrosa y se salda con un reguero de números rojos.

Los relevos en el alto mando continúan. De Reynés se pasa a Ferran Conti, luego a Carlos Schroeder y más tarde a Jordi Torra. Éste cede el testigo a Ignacio Mestre, quien es sustituido por Montserrat Figueras. Por último, ocupan el cargo Jorge Beschinsky y finalmente Jean Louis Dussart. En total, 9 directores generales en 17 años. Todo un récord.

Mientras se reiteran los nombramientos, se cierran y malvenden las factorías asiáticas, que se habían adquirido a precio de oro. La plantilla se contrae de 2.000 personas a 370. En 17 ejercicios, Dogi sólo ha ganado dinero en dos. El volumen de las pérdidas acumuladas asciende a la impresionante suma de 208 millones. Y las ventas reflejan una mengua del 80% desde los máximos de comienzos del milenio.

La familia Domènech traspasó el control de la compañía al fondo Sherpa hace cuatro años. Desde entonces, brega por salvar una empresa que parece condenada al desplome y la ruina.