Si hay algo que ha estado ausente en la gestión de Ada Colau ha sido la coherencia ética. Así, mientras ha escenificado desplantes contra el monarca español basados en su condición de poder hereditario, no ha tenido remilgos con el nepotismo y amiguismo con que ha nutrido su particular Camelot de la plaza de Sant Jaume. Otro tanto cabe alegar respecto a su defensa de los comerciantes locales, lanzando una tarjeta de fidelización del comercio de proximidad mientras tolera los tenderetes regentados por inmigrantes ilegales, que venden productos falsificados suministrados por mafias y compiten deslealmente con los comerciantes barceloneses que pagan religiosamente sus impuestos y tasas municipales.

Pero quizás el caso más flagrante de inconsistencia moral sea su cruzada contra quienes viven legalmente del turismo al tiempo que se opone a la abolición de la prostitución, cuya disponibilidad ha convertido a Barcelona en un destino preferente para el turismo sexual. Por el contrario, lejos de poner impedimentos a la explotación de las mujeres desfavorecidas que caen las redes de la industria global de la prostitución, Colau defiende su regularización creando la actividad profesional de trabajadora sexual, para proteger los “derechos laborales” de las personas que mercadean con sus cuerpos, y de los proveedores y proxenetas que se lucran traficando con joven carne humana, procedente en su mayor parte de Rumanía.

La información disponible muestra que en aquellos países en los que el comercio sexual ha sido legalizado, el tráfico humano se ha incrementado.  Bajo este modelo, las mujeres prostituidas pasan a ser empleadas en un mercado laboral en el que los proxenetas son respetables empresarios legales que gestionan la oferta y la demanda, mientras que los clientes pasan a ser meros consumidores con derecho de demandar prácticas sexuales degradantes o violentas. Las propuestas de normalización laboral de la prostitución, y por consiguiente su tutela legal por parte de las administraciones públicas, nos lleva a preguntarnos si quienes como Colau favorecen la regularización del oficio más viejo del mundo, ofertarán programas de formación prostitucional y subvenciones públicas, como una opción más para mujeres desempleadas.

La propia absurdidad de esta posibilidad demuestra que, lejos de ser una actividad dignificable, la industria de la prostitución internacional que ha logrado situar a España a la altura de Tailandia en términos del volumen de turismo sexual visitante, constituye una forma moderna de esclavitud, por cuanto que las personas que caen en estas redes de explotación de mercancías sexuales viven y trabajan bajo unas condiciones de deshumanización, vulnerabilidad, desarraigo, marginalidad y estigmatización social que hacen virtualmente imposible que puedan escapar de su situación. El presunto libre albedrío que lleva a prostituirse no es más que una mentira socialmente aceptada que resulta conveniente aparentar que nos creemos para cubrir con un tupido velo la sordidez de esta forma de esclavitud moderna, cuya depravación moral no se desvanecerá usando eufemismos y expendiendo licencias para feminizar oficialmente la pobreza.