Esta semana, Unicef presentaba su informe anual bajo el título En mi mente, en el que destaca el alarmante aumento de enfermedades psíquicas entre niños y adolescentes. En el caso concreto de España, señala que cerca de un 60% de nuestros adolescentes se siente a menudo ansioso. Un malestar que se evidencia de manera dramática en el número de suicidios, hasta el punto de convertirse en la primera causa de muerte entre los jóvenes.

Resulta evidente que la pandemia ha deteriorado de manera dramática la salud mental de nuestra juventud, pero la tendencia viene de lejos. Y es que, previo el confinamiento, los terapeutas ya se veían desbordados por una eclosión de patologías cuyas raíces nada tienen que ver con el coronavirus.

Sin embargo, la salud mental no se halla entre las prioridades de las políticas públicas ni figura entre las principales preocupaciones de los ciudadanos. Así, no es de extrañar que tan solo un 2% del gasto en salud pública se destine a la mental. Y un joven con una patología psíquica no solventada a tiempo, arrastrará sus secuelas toda su vida y, a menudo, acabará por desarrollar patologías físicas.

Las dolencias psíquicas, por su capacidad destructiva y por la dificultad de quienes rodean al enfermo en entender su porqué, tienden a permanecer escondidas. Además, de manera creciente se da la memez de confiar en que unas pastillas resuelvan rápidamente el entuerto, restando trascendencia a la enfermedad. Por el contrario, en la mayoría de los casos, solo las terapias prolongadas pueden reconducir el desajuste emocional.

Mientras leía esta noticia, que no puede extrañar a nadie que conozca de cerca cómo de abrumados andan los profesionales de la salud mental, volvía a escuchar, en un debate sobre educación, cómo se insiste en que el problema es que los estudiantes andan flojos de inglés y de conocimientos prácticos y que, además, tienen una nula predisposición al esfuerzo, acostumbrada la sociedad a vivir del Estado. Hay que rozar la idiotez para formular este discurso cuando resulta ya evidente que el problema es cómo se han roto viejos equilibrios para dar paso a un creciente desarraigo y desamparo del individuo. Que, literalmente, nos vuelve locos. Por lo menos, a los más jóvenes. Los menos responsables del desaguisado.